No puede decirse que todo lo que nos atormenta tenga una razón de ser exacta y verdadera, pero lo realmente cierto es que siempre hay algo que nos oprime el pecho, y más aún cuando se vive tanto tiempo, y más aún incluso cuando se ha sufrido tanto como yo. Me llamo Raxa, aunque otrora mi nombre fuese Sirkka, y esta es mi historia. La escribo desde lo más profundo de mi ser, afrontando los demonios que me atormentan al recordar y al revivir viejos momentos que me marcaron para siempre pero que desearía olvidar. La escribo porque siento que es la única forma de desahogarme y de dejar constancia de mi paso por el mundo y del por qué de este paso tan longevo. Todavía me queda algo pendiente antes de saber si me dejo caer en los brazos de la vida eterna, pero antes tengo que saldar cuentas con un viejo conocido: mi conversor.
Nací una fría mañana de diciembre de 1347 en la que fue la todavía vigente noche quien me acogió en sus brazos. No lo recuerdo, pero por lo que me contaba mi madre, lloré tanto que creyeron que no sobreviviría. A mi padre nunca le importé demasiado. Siempre fui una niña alegre y despierta, pero eso fue hace mucho tiempo. Toda mi infancia y pre-adolescencia la recuerdo llena de temor, apagada, oscura, llena de llanto y de dolor. Cuando miro al pasado todavía puedo sentir el dolor de los golpes de mi padre por todo el cuerpo, blanco de su constante puntería. Nunca me dijo por qué, nunca me dio una razón, nunca confesó por qué nos odiaba tanto a mí como a mi madre, quien también recibía lo suyo, aunque de una forma más sexual. Ella siempre me contó que mi padre era un buen hombre que había acabado loco por culpa de las batallas, del frío y del hambre. Yo por aquel entonces desconocía el significado de batalla, pero lo aprendí rápido cuando las palizas se acrecentaron y mi sola supervivencia ya era una lucha constante. Empecé a escaparme de casa para evitar más golpes, pero siempre me encontraban y... el castigo es más que obvio.
Recuerdo una noche en la que volví después de pasar fuera toda la tarde, evadiéndome, aliviándome. Tenía una herida en el costado de una paliza reciente y todavía no estaba curada del todo. Al llegar, mi padre me esperaba sentado en mi cama, con un cinturón en la mano y mi madre amordazada a una silla, a su lado. En ese momento ya supe que la noche no acabaría bien. De hecho, lo sabía desde que salí de casa, pero lo necesitaba tanto... Le pedí perdón a mi madre por dentro una y mil, pero antes de darme cuenta estaba desnuda y con la sangre resbalando por mi piel. El bastardo aquel me vio esa herida y no se le ocurrió otra cosa que pateármela hasta que me desmayé del dolor. Yo ya no lo vi, pero cuando desperté mi madre tenía la cara tan morada que parecía haberse estado a punto de ahogar. No volví a escaparme. Y a partir de entonces entendí que mi única posibilidad de sobrevivir era pasar inadvertida y callarme como una furcia.
Tiempo después, una noche, a mi padre le dio por llevarnos al teatro. Creo que nunca había visto a mi madre usar tantísimo maquillaje. Todo fue más o menos bien hasta que llegamos a la puerta del edificio, nos bajamos, y antes de poder dar dos pasos unos hombres nos acorralaron. Tenían el rostro cubierto, pero sus armas eran bien visibles. Creo recordar que mi madre me abrazó, no estoy muy segura, todo pasó muy deprisa. De lo que sí lo estoy es de que yo no parecí importarles demasiado, pues se abalanzaron sobre mi padre, degollándolo de un tajo, y después sobre mi madre, a la que le hicieron lo mismo. ¿A mí? A mí me cogieron y me subieron en un caballo que empezó a galopar cada vez más deprisa y que se perdió entre la niebla del norte.
No recuerdo cuánto tiempo pasó a partir de entonces, pero me encerraron en un torreón oscuro y húmedo durante años. Sólo un hombre venía todos los días a traerme comida e intentaba no tener contacto alguno conmigo. Pero una noche... me arrepentí de haber nacido. Tantas palizas, tantos insultos... y ahora eso. Una noche vino un hombre diferente al de siempre. Su olor era extraño, y su presencia incluso molesta. Intenté esquivar su mirada, pero me la encontró y desde entonces comencé a perder fuerza, a sentirme débil y sin ganas de nada. No sabía qué pasaba, pero ahora sí: me controlaba a su voluntad. Recuerdo vagamente (y con asco) como en pocos minutos mi espalda se pegó al suelo, él a mi cuerpo y cómo lloré durante toda la noche con el dolor más infernal que he sentido nunca entre las piernas. Pasé la noche mirando la luna y rogándole que aliviara mi dolor, pero nunca me escuchó.
Noches como aquellas se repitieron durante muchas más, ya que nunca pude oponer resistencia. Una vez, incluso, me controló para que le correspondiera. Juro que en mi larga vida me he sentido más humillada, ni he sentido tanto asco de mí misma. Sin embargo, a pesar de todo, aún puedo agradecer no haber sido madre. Porque no habría podido soportarlo.
Ese hombre era puro veneno. Desde la primera noche que abusó de mí empecé a sentirme extraña. No sabría explicarlo, pero, no había ni rastro de inocencia en mí. No tenía compasión por nada, todo me daba igual, incluso llegué a desearle. No supe por qué entonces. Tampoco lo sé ahora. Quizá el resto que dejaba dentro de mí me fuese consumiendo poco a poco hasta convertirme en un ser sin alma. Lo desconozco por completo.
Una noche dije basta. Ese hombre, que nunca hablaba y cuyo nombre desconocía, no volvería a tocarme. Qué ingenua... Entró en la oscura habitación con deseos de lo evidente, y como siempre no pude resistirme. Sin embargo (tal vez fuese mi fuerza de voluntad, o que él ya daba por hecho que no me opondría) tuve fuerzas para jugársela. Conseguí asestarle una patada en su zona noble y aproveché que se retorcía en el suelo para levantarme y correr hacia la puerta. De pronto, y casi sin darme cuenta, lo volví a tener encima otra vez, esta vez de espaldas, mientras me sujetara para que no huyera. Durante el forcejeo pude asestarle un golpe en el rostro. Empezó a sangrar, y entonces se quitó el capuchón. Me quedé paralizada. Ese hombre tenía los ojos grises como la niebla y unos colmillos puntiagudos y sobresalientes por entre el resto de sus dientes. No me hizo falta pararme a pensar. De niña siempre me gustaron las historias sobre seres sobrenaturales. Me ayudaban a sobrellevar a la bestia de mi padre. Un vampiro. Dios santo, un vampiro. Por eso el control, por eso no pude quedarme embarazada y por eso su presencia únicamente por las noches. La sangre brotaba de su nariz. Me miró, sonrió malévolamente y me agarró la mandíbula con una mano, girando mi rostro para tener mi cuello a la vista, y me mordió. Solté un grito tan agudo que me dañé la garganta. Después, con ayuda de la otra, se incorporó hacia adelante y dejó que su sangre cayera en mi boca. Me sentí confusa, conmocionada, inerte. Sabía lo que aquello significaba. Y sabía que ya solamente me quedaba una oportunidad para huir.
Fingiendo debilidad, le asesté más golpes hasta que por fin pude correr. Nada más atravesar la puerta me sentí libre, pero poco iba a durar esa sensación. Mi cuerpo empezó a arder y me sentía tremendamente mareada. Mi instinto de supervivencia me decía que corriera y corriera, y, como pude, eso fue lo que hice. Conseguí llegar hasta los establos y me subí, a duras penas, a un caballo que estaba fuera, atado a un poste. Lo hice galopar tan rápido como pude y salí de allí sin volver la vista atrás. Poco después, mi mente se quedó en blanco, mi cuerpo “murió” y a partir de entonces ya no recuerdo nada más.
Desperté en una habitación completamente oscura alumbrada sólo por unas velas. En la mesita que había al lado de la cama había una copa con sangre y una tarjeta al pie que decía algo así como “Bebe, te hará falta”. Me repugnaba esa idea, pero mi boca estaba tan seca que no pude evitar tragar como una desesperada. La copa me duró apenas dos tragos, pero en seguida me revitalizó. Me levanté y empecé a buscar una puerta, pero no estaba acostumbrada a tanta oscuridad. De pronto, ésta (a los pies de la cama) se abrió y entró alguien. Sin acercarse a mí, un hombre con acento oriental me explicó que estaba a salvo y que no tenía que preocuparme por nada. Pero, que si quería empezar de cero, tenía que confiar en él e ir con él a una tierra donde las vacas eran sagradas. No tenía muchas opciones. Y ese hombre me trató tan bien que me sentí hasta incómoda, acostumbrada al desprecio. Acepté.
Me llevó a una tierra llamada India, en el que la vida no era para nada parecida al frío norte. La gente era amable, hospitalaria y siempre estaba ofreciendo cosas. Y también recuerdo calor, un calor sofocante que nunca antes había sentido. Y eso que viajábamos de noche. Cuando llegamos a nuestro destino, Calcuta, nos hospedamos en una casa que, al parecer, era suya. Recibí una habitación ancha decorada de forma anormal para mí, pero muy bella y bien cuidada. Durante el viaje hablamos poco, y una noche se presentó en mi alcoba y habló tendida y detalladamente. No dio apenas información sobre el hombre que me violaba casi todas las noches, pero me explicó qué era un vampiro (la realidad no se ajustaba del todo a lo que yo imaginaba), que no podía volver o me mataría y que mi única posibilidad era quedarme allí o irme, pero nunca volver. Sin darme cuenta me encariñé de él poco a poco, y con el paso del tiempo, me quedé. Con él.
Junto a Sadhil, que asís e llamaba, fui feliz unos años preciosos de mi vida. Él me enseñó el verdadero significado de la palabra mujer y que no todos los hombres eran iguales. Llegué a amarlo más que a mi vida, y por suerte, pude disfrutar junto a él una existencia larga y fuerte. Sin embargo, un día murió. O al menos eso me hicieron creer. Simplemente, un día desapareció. Aquello terminó de rematarme y lo empecé a odiar cada día más, porque el Sadhil que yo conocía no hubiera muerto. Ninguna explicación, ninguna señal, nada. Simplemente me dejó en herencia todo lo que tenía. Ahora yo era “libre” y tenía una venganza pendiente, hecho que una fortuna como la que ahora tenía podía facilitar considerablemente. Me fui, yo también, y desde ese momento comencé a llamarme Raxa, como me llamaba Shadil de cariño Raxa. La palabra que en hindú significa Diablesa.También cambié mi apellido por uno que siempre me gustó: Kerola. Me llevé el dinero que pude y empecé una nueva vida recorriendo Europa por mi cuenta e informándome de cosas y creando contactos. No tardé mucho.
A pesar del dinero y del poder que poseía, poco a poco me fui dando cuenta de que por más que buscaba no lograba encontrar nada. Continué mi camino hasta que un día me crucé con otro inmortal como yo llamado Daniil. Su vida tampoco había sido fácil, y nos encariñamos mucho el uno del otro. Y una vez más, me quedé con él. Pero a él no lo amé. Lo quise mucho, pero no me enamoré. Lo veía, de algún modo, como el padre cariñoso y comprensivo que nunca tuve.
Un día, me ofreció algo enorme. Me regaló un título de Princesa de su país, Rusia. No pude negarme. Tenía un buen liderazgo y pensé que teniendo mucho más poder que antes lograría encontrar al bastardo que me violó y torturó durante años. Sí... Mi verdadera venganza comenzaba ahora.
Le prometí a Daniil que defendería mi título a muerte y que siempre sería una buena soberana, y en señal de lealtad adopté su apellido. No pienso defraudarle. Y, ay, las casualidades (o no tan casualidades) de la vida. Terminé siendo la princesa de un país vecino en lugar de serlo del mío propio. Con el paso de los años aprendí mucho de Daniil, sobre cómo tomar las mejores decisiones y en qué momentos aparcar el orgullo. Un día, simplemente, se fue. Todos creen que fue por cobardía, pero yo creo que en realidad se fugó con la mujer a la que amaba y a la que no quería perder por un simple título. Entonces, al ser la única princesa, heredé el cargo de Reina. Era mucho más duro que el de princesa, pero mucho más jugoso.
La vida me ofrecía una nueva oportunidad, e iba a aprovecharla hasta que los dioses decidiesen que ya era hora de acabar con mi eterna existencia.
Ahora que me he desahogado, creo que queda claro qué es ese algo pendiente que tengo. Juro por mi vida que acabaré con él cuando lo encuentre, porque lo haré. Y, quién sabe... Tal vez esté más cerca de lo que parece.
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