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Solitaria, pensativa, divertida en mayor o menor medida, gusto por escuchar, leer, escribir, escuchar música, imaginar, sentir.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Mil mundos con un mismo Dios


Estaban siendo unos meses inusualmente calurosos en la Escandinavia conocida. Desde hacía algunos días el sol había decidido experimentar en tierras gélidamente vírgenes a la espera de un resultado que podía contemplarse sin realizar un esfuerzo demasiado grande: los enormes y complejos vestidos de las mujeres se reducían a finas capas de tela fina y fresca, prendas que otorgaban sensualidad a las féminas al pegarse al cuerpo. Para los hombres, los pantalones de tela y las camisas de cálida pana se sustituyeron por finas capas de suave algodón. Pero todos, sin lugar a dudas, mantenían unas mejillas sonrojadas al saberse partícipes de aquel “espectáculo” del que absolutamente todos eran protagonistas. 

Seamos sinceros… Nunca nadie en aquella época, habría vestido así por mucho que se estuviera muriendo de calor… No a menos que todo el mundo lo hiciese. Entonces no habría problemas ni escándalos sociales. Pobre pensamiento humano… Qué impenetrable quieren hacerlo parecer cuando en realidad podía tambalearse con tan sólo unos días de calor… ¿Era todo su mundo así, a base de mentiras? Porque entonces sí tenemos la respuesta a muchísimas de las preguntas que se ha realizado el ser humano a lo largo de su historia, pero, sobretodo, a una de ellas, la más profunda… “¿Por qué?” Por una sencilla razón: por miedo. Miedo que carcome las entrañas ante el “qué vendrá” o el “qué dirán”, por ejemplo. Pobres humanos… O mejor dicho, pobres corazones moribundamente latentes que dan vida a tan variada raza… Diferentes colores de piel, diferentes formas de pensar, de vivir, de ver las cosas, de pensar, de sentir, de creer… Una raza que se cree tan poderosa y diferente que termina siendo la más frágil e insignificante de todas.
* * *


Copenhague, verano de 1773.

Una tarde de domingo como otra cualquiera la adinerada y burguesa familia Bohr se disponía a salir a dar un paseo por el campo, lleno de flores y un verdor que sólo el verano podía proporcionar. Mientras que la joven y hermosa señora Bohr, Mettalise, cargaba con su hijo de apenas dos meses de edad en su regazo, Ejnar, el serio pero afable señor Bohr, Henning, era el cochero encargado de llevar las riendas de sus dos caballos, uno blanco y otro pinto, negro. Todo el camino marchó bien y la estancia fue agradable. El matrimonio pudo disfrutar de algo de tranquilidad e intimidad, pues el pequeño se había dormido acariciado y acunado por la cálida brisa del estío. 

Ese día era uno de los pocos en el que todos podían escaparse furtivamente de los quehaceres cotidianos, hecho que se reflejaba en que ellos no eran los únicos que se paseaban por allí ni con intenciones de quedarse, si no todo, gran parte del día. 

Y así, entre risas, besos, alguna que otra caricia invisible pero existente, palabras de amor y cariño y de promesas de futuros planes, transcurrió el día. 
Al atardecer la familia protagonista de la historia recogió todo y volvieron a subirse al coche de caballos. El camino de vuelta fue tranquilo hasta que, cuando las sombras de la noche comenzaron a invadir la Tierra, tres figuras se interpusieron súbitamente en el camino de los animales, provocándoles pánico y que se encabritaran. En uno de esos azotes Henning cayó al suelo al intentar apaciguar a los equinos, que hacían caso omiso a sus palabras. Las tres enormes y negras bestias se abalanzaron sobre él y clavaron sus afilados colmillos en una carne tierna pero tensa y Henning, a pesar de sus gritos de dolor, pudo vociferar palabras que su mujer entendió, y obedeció. Mettalise procedió y dejó al niño dentro de su cuna, despierto por el vaivén del vehículo. Salió por la puerta que daba a la parte opuesta a la escena y se tapó la boca con una mano al contemplar tal horror. Una única mirada fue lo que intercambió con su marido que se desangraba por algunas heridas mientras su sangre era devorada desde otras. Los vampiros ignoraron la presencia de la mujer debido a su trabajo de carniceros, como también ignoraron el repentino grito y la rápida marcha que sucedieron al “Te quiero” de su víctima. 

Mettalise obligó a los corceles a galopar tan rápido que pareció que incluso el coche iba a volcar en cada curva que tomaban. Entre lágrimas y sonido de cascos también se coló el llanto de un bebé que lloraba de hambre, sueño y miedo. Su madre no ignoró a su hijo, pero no se detuvo, no. Los caballos galoparon hasta que la espuma que salía de su boca bañó generosamente todo su pecho y parte de sus patas. Ni hablar de cómo quedaron las riendas, las manos de Mettalise y el lomo de los animales. 

Nada más llegar a la puerta de su casa Metallise bajó torpemente del coche y abrió la puerta para coger a su hijo en brazos, el cual se había caído de la cuna y lloraba en el suelo con una fina hilera de sangre que nacía de su cabeza. Ella, horrorizada, comenzó a gritar que la ayudaran. Inmediatamente salieron afuera criados y mayordomos que acudieron en su ayuda y fueron a avisar al médico de la familia. Entre llantos, desesperación y falta de respuestas, la servidumbre comenzó a especular. No hubo un pronóstico grave para el niño, pero a Mettalise le fue diagnosticado un fuerte ataque de ansiedad. Ya nunca más volvería a ser la misma. 

A la mañana siguiente el ama de llaves llamó reiteradamente a la puerta de la señora, pero ésta no abría la puerta, así que decidió entrar sin permiso. Su boca se torció en una mueca de sorpresa y de miedo al contemplar a Mettalise frente al espejo con el rostro chupado y las ojeras bien marcadas, de no haber dormido nada. Ella miró a su criada desde el espejo, a los ojos, sin mover la cabeza. El ama de llaves sintió cómo algo dentro de ella se paralizaba por el miedo. Y es que, desde esa mañana en la que la informaron de que habían descubierto desgraciadamente las ropas de su “difunto” marido tiradas en el camino, algo dentro de su mente se estropeó para siempre. El ama de llaves miró de reojo la cuna de Ejnar y lo compadeció desde lo más profundo de su corazón. 

* * *



Copenhague, verano de 1789.

Era el decimosexto cumpleaños de Ejnar Bohr y el revuelo en la casa era, aparte de extraordinario, impresionante. Decorados por todas partes, mesas limpias, manteles relucientes, cristalería perfecta, cubertería de plata, alfombras de terciopelo perfectamente pulido y, como no, joyas y glamour por todas partes. Todo estaba casi listo y la señora Mettalise se paseaba por toda la casa con los ojos abiertos y una mueca labial que destilaba miedo y maldad por todas partes. Era una mujer bellísima cuya belleza se había ido mitigando con el paso del tiempo hasta convertirse en una marmórea alma en pena. Todo lo que hacía terminaba mal, sus órdenes eran irracionales y su comportamiento siempre se veía influenciado por voces que ella misma decía escuchar en su cabeza de forma persistente. 

Loca. Estaba completamente loca desde la noche en la que su mente dejó de funcionar correctamente. Todo se había vuelto negro, peligroso y ello había desembocado en muchas manías cuya raíz estaba siempre en “proteger a su pequeño”. Excesivos cuidados que al joven Ejnar sacaban de quicio una vez tras otra… Como por ejemplo la insistente manía de su madre de que aprendiera a tocar el violonchelo. A pesar de todo, esa había sido la única idea que había acertado a encomendarle a su hijo. A Ejnar le chiflaba su instrumento, del cual ofrecería un pequeño concierto a media noche. Pero su insistencia era excesiva, hasta el punto en el que a veces Ejnar odiaba la música. Él era grande en la doctrina, se veía con futuro… Pero tanta y tanta presión sólo le inculcaban una tirria cada vez mayor hacia las cuerdas. 

Mettalise corría por todas partes seguida de sus criadas que sujetaban entre sus manos todo lo necesario para obtener un buen resultado, sobretodo ornamental. Se acercaba la hora de llegada de los invitados y todavía faltaban, según ella, detalles por concretar. Eso la ponía nerviosa, histérica, incluso le levantó la mano a alguna de las criadas. Sus ojos enfermizos parecían contener chispas amarillentas que titilaban cuando se abrían desmesuradamente. Una de las razones por las que su locura, al menos, no menguaba, era que su fortuna mermaban considerablemente todos los días. Sus caprichos eran cada vez más y más caros, aunque eran cosas prácticamente inservibles. Casas que nunca pisaban, ropa que nunca se ponían, adornos que nunca relucían… Pero ella quería más y más. Consumir era una efecto secundario de sentirse poderosa… ¿O tal vez la mayor consecuencia?

Ejnar dormitaba en su habitación. Dentro de la cama y mirando de refilón su violonchelo, apoyado cerca de la ventana, dejaba pasar el tiempo. Unos porrazos en la puerta y unos gritos enfermizos tras ésta lo hicieron suspirar y querer morir en es mismo instante, pero se levantó y se vistió por respeto a todo el trabajo realizado y a las personas que se habían dejado los nervios por ello. Salió de su habitación con el porte grácil y risueño que había ensayado durante días y se paseó por entre todo el mundo con fingida alegría. La realidad era que no le gustaban sus cumpleaños. No, no como a cualquier niño, porque los demás niños no tenían a una demente como madre, ni tampoco recibían palizas cuando a ésta se le cruzaban los cables. 

Pero ese cumpleaños sería especial para él, porque esa noche, después de charlar con gente, de recibir las compasivas miradas de quienes sabían del estado de su madre y lo miraban con lástima, de reír sin tener ganas y de un sinfín de cosas más, Ejnar recibió la ORDEN de Mettalise de tocar el violonchelo. Todos prestaron atención a las cortas palabras del tímido muchacho, quien comenzó a deslizar el arco y los dedos por sobre las cuerdas con gran precisión y maestría, sin apenas esforzarse para ello, solamente dejándose llevar. Entre el público se hallaba un caballero de dudosa posición que al finalizar el pequeño concierto se acercó a la madre del muchacho y le ofreció llevárselo de “gira”. Ella, por supuesto, mirando por dinero, aceptó sin consultárselo. Pero el muchacho, al enterarse por la noche de boca de su progenitora, se negó rotundamente. ¡No!, era lo único que salía de boca del chico. Y no sólo eran unas exclamaciones de negativa hacia su idea, sino también porque no quería recibir más golpes, golpes que estaba recibiendo desde arriba mientras estaba tirado en el suelo. Una noche más, dormiría caliente. 

Siguió pasando el tiempo y Mettalise descubrió que aquel caballero era un bandolero al que habían asesinado colgándolo de un árbol. Entonces, su defectuosa mente supo que había hecho algo malo y fue a ver a su hijo que, como siempre, miraba por la ventana en busca de una ensoñación de libertad imposible. Lo abrazó y con su voz espectral le pidió perdón y prometió que nunca más le volvería a poner una mano encima… Pero él tenía que ser bueno, sino… 

Unos meses más tarde, lo que quedaba de la familia Bohr estaba arruinada. Mettalise se había encargado de llegar hasta ello. Para colmo, ella sospechaba de que a su hijo le atraían sexualmente los hombres, hecho cierto, pero que nunca pudo confirmar verdaderamente. Sin embargo, no había sido Mettalise la única causante de la ruina. Un antiguo pretendiente al que había rechazado infinidad de veces se había dedicado a mover hilos y abogados para que misteriosamente la fortuna mermada sufriera pérdidas con el paso del tiempo. Entonces a Mettalise no le quedó más remedio que aceptar su propuesta de matrimonio, o se vería en la calle junto a su asustado hijo. 

Fue una ceremonia discreta y marcada por el autoritarismo de Erik, el padrastro de Ejnar, autoridad que dominaría sus vidas durante los próximos años. Al día siguiente, cuando Mettalise ya mostraba sus primeros moratones en rostro y espalda, se metieron en un coche de caballos que los llevaría a su nueva residencia: Nakskov.




Nakskov, sur de Dinamarca, invierno de 1793.

Habían pasado cinco años y gracias a ese matrimonio Mettalise se había estabilizado, pero no emocionalmente, sino físicamente debido a las palizas que recibía de parte de su nuevo marido. Ahora era Ejnar el que verdaderamente se compadecía de ella, pero no hacía nada. Al contrario, disfrutaba de cada gemido de dolor que su madre profería. “Así aprenderás”, le decía mentalmente cuando ocurría. 

Ahora con la libertad otorgada gracias a sus veinte años, Ejnar podía ir y venir de la casa cuando le placía. Sí… Ahora por fin comenzaba a ser libre, como siempre había soñado a través del cristal de su antigua habitación. En esas escapadas, evidentemente nocturnas en su mayoría, iba a lo que iba. Buscaba el amor que nunca le habían dado en brazos de otras personas, en cuerpos ajenos al suyo que al mismo tiempo lo hacían sentir como si realmente valiera la pena. Se sentía querido. Pero apenas buscaba mujeres. Mujeres… Le atraían, sí, algunas lograban llevárselo hasta el cielo y hacerle tocar las estrellas con la punta de los dedos… Pero irremediablemente se acordaba de una mujer: su madre. De modo que… Lo que buscaba, eran hombres. En su mayoría eran hombres porque, por una parte, eran quienes realmente le atraían y, por otra, porque era un modo de evadirse físicamente del pensamiento femenino que lo atormentaba cuando veía una mujer. Necesitaba, anhelaba caricias sobre su cuerpo que fueran producidas por manos cálidas y fuertes, suaves e insistentes… Manos de hombre. Acostarse con hombres era también una manera de imaginarse cómo habría sido el abrazo de un padre que nunca tuvo ni apenas llegó a conocer. 

Un amanecer Ejnar volvió a casa y se encontró con que la puerta de la habitación de sus “padres” estaba extrañamente entreabierta, y que de ella provenía un olor fuerte. Nada más empujar las hojas de madera, supo que otro cambio se avecinaba en su vida: Mettalise estaba tirada en el suelo, con el vestido desgarrado y arañazos y moratones por todas partes. También tenía un cuchillo en la mano, y la sangre que bañaba la hoja metálica no era suya, sino de Erik, quien descansaba sin vida sobre un gran charco de sangre que nacía de su cuello. Ejnar abrazó sin saber por qué a su madre y esa misma mañana huyeron juntos del lugar, no sin antes coger algo de dinero. Tomaron un barco que los llevó hasta el Imperio Alemán, y ahí empezó su nueva vida como fugitivos.




Rostock, norte del Imperio Alemán, invierno de 1793.

Acababan de llegar a un país que desconocían pero cuyo idioma, gracias a sus clases, Ejnar manejaba con algo de fluidez. Tras días sin comer a Mettalise no se le ocurrió otra cosa vender su cuerpo para poder hacerlo. Ejnar se opuso desde un principio, pero mientras dormían en algún callejón Mettalise se escapaba y al día siguiente traía comida o, en su defecto, dinero. En cierto modo, el estómago de Ejnar ganaba a su corazón. 

Fue pasando el tiempo y llegó de nuevo el verano. Tanto Mettalise como Ejnar se acostumbraron a aquella vida y, un día cansado de esperar a su madre, Ejnar también decidió probar suerte… Obteniendo bastantes buenos resultados. Sí, tanto los hombres como las mujeres lo buscaban y su “fama” creció entre los libertinos y libertinas. Una noche Mattalise volvió mal al callejón en el que vivían. Le dolía el estómago y sangraba por entre las piernas, resbalándole por éstas varias hileras de sangre cuyas gotas finales iban cayendo al suelo conforme avanzaba penosamente. Ejnar no estaba, se encontraba ofreciendo sus servicios a una joven aristócrata que se casaba al día siguiente, así que la demente Mettalise cayó finalmente al suelo, perdiendo a su nuevo hijo. Los ojos celestes de la loca miraron al cielo y éste fue lo último que vieron. 

Cuando el muchacho volvió y la encontró, suspiró hondamente y supo que por fin todo había terminado. Pero su gloria no duró mucho. Abandonó el callejón tras “robarle” a su madre el dinero que tenía en su bolsito y se largó a recorrer la ciudad. Una ciudad que esa noche estaba bañada por la plateada luz de la luna llena. Se detuvo frente a un pequeño embalse y allí se arrodilló para lavarse la cara. Mientras se miraba en el reflejo del agua escuchó un sonido extraño, como un perro grande y rabioso, y antes de darse cuenta tuvo encima a una enorme bestia que le arañgó la cara, el pecho y le mordió el antebrazo en un intento de asestarle un puñetazo que no sirvió de nada. Afortunadamente ya estaba amaneciendo y, quién sabe por qué, la bestia infernal huyó de repente. Menos mal que Ejnar estaba en una zona en la que nadie podría verlo fácilmente… Porque se quedó ahí tirado casi todo el día, hasta el atardecer. Se despertó sudoroso y con un dolor terrible en el cuerpo, incluso ganas de vomitar. 


No le dio importancia al acontecimiento y noche tras noche volvió a vender su cuerpo durante años, pasando por infinidad de camas, brazos y promesas rotas. Tuvo la suerte de que su renombre llegó a oídos de las clases altas y así logró algo que nunca se había propuesto. De pronto una noche, en la cama de uno de sus clientes tras haber mantenido relaciones, éste le ofreció ser sólo para él a cambio de una suma considerable. Pero no sólo eso, sino que también le ofreció quedarse en aquella misma casa a cambio todo de estar disponible cada vez que su nuevo “amo” lo requiriese. Y aceptó con tal de no seguir durmiendo sobre adoquines. 

Fueron pasando los años y Ejnar fue pasando de mano en mano, según sus amos y amas se iban cansando de él. Pasó por múltiples ciudades y países: Imperio Alemán, Polonia (donde sufrió su primera transformación), Checoslovaquia, Suiza… Hasta que llegó a Francia. Allí su amo decidió instalarse en un lugar de prestigio, París. Una mañana, éste lo echó a la calle como a un perro después de pagarle su año y medio de servicio y Ejnar vagó por la ciudad varios días sin saber a dónde ir, pero sí sabiendo qué hacer… Al fin y al cabo, creía que para eso había nacido. Siguiendo los pasos de su madre de alguna forma, tanto en profesión como en estado mental. No, nunca se volvió loco, pero en ocasiones le hubiera gustado estarlo para no ser consciente de todo aquel sufrimiento.




París, primavera de 1797.

Y de nuevo, una mujer. Una mujer lo despertó una noche cuando estaba dormitando en medio de un parque, a escondidas. Esa preciosidad a sus ojos vestía de forma poco ortodoxa que en seguida le dijo qué era. Era como él. ¿O él era como ella? No quiso saberlo, pero cuando ella le preguntó, él contestó. Como estaba acostumbrado: a obedecer. Entonces ella le propuso que la acompañara y accedió. Cuando llegaron a aquel lugar en el que las risas, el alcohol y el despilfarro reinaban tardó bastante en acostumbrarse, pero al menos dormía y comía caliente. Se quedó. Y entonces se propuso a sí mismo que nunca más volvería a pasar por algo así. Se quedaría toda su vida ejerciendo de aquello, sin volver a pensar nunca más en su madre o en su pasado. 



Desde aquel día han pasado algunos años. Ejnar se convirtió en un muchacho cuya vida transcurriría entre besos, caricias y gemidos pagados. Permanecería a la espera de que alguien que necesitase de amor y cariño, como él hizo una vez, acudiera a sus brazos en busca de su amor y de su cariño.

viernes, 7 de diciembre de 2012

El Halcón


Si nos tuviésemos que detener en todas y cada una de mis hazañas que he protagonizado, tal vez nos quedáramos sin bosques utilizando tanto papel. Sí, así es, soy un arrogante en potencia. No es nada personal, en serio... es sólo que soy demasiado perfecto. Y lo sé. Y todos lo saben. No me queda más remedio que pasar por aquí para poder llegar a donde quiero, así que con mucho gusto pesar te contaré mi vida. Al menos sólo lo relevante. 
Todo comenzó cuando gané la primera batalla, hace ya mucho tiempo, cuando yo no era más que... *cof, cof* … oh, claro. Por el principio, sí... 


Era una tarde de primavera. Hermosa como sólo podían serlo las mujeres, y mi madre lo era muchísimo. Tenía un cabello rubio como las espigas de trigo, y unos ojos verdes que parecían llevarte al bosque. Su sonrisa nunca se borraba, y eso le encantaba a mi padre, quien estaba con ella esa tarde. Mi madre estaba dando a luz, me estaba teniendo a mí, y sus gritos se oían por todas partes, hasta yo los escuchaba. Cuando por fin estuve en este mundo ella me arropó en sus brazos y me besó la cabeza antes de tenderme a mi padre, quien hizo lo mismo y susurró lo orgulloso que estaría de mí cuando creciera. Si el pobre levantara la cabeza... 

Pasó el tiempo y mi carácter no cambiaba. Siempre fui un niño callado y reservado, aunque me reía, reía muchísimo. Pero siempre había algo que me guardaba, no sé por qué. Simplemente, no tenía ganas de contarlo. No por prepotencia o ganas de llamar la atención, sencillamente, me daba pereza. Y lo que quiera que fuese, se guardaba en mi pecho y ahí se dormía para siempre. 

Mi padre solía llevarme a cazar con él y pronto aprendí a manejar el arco y el cuchillo, por lo que intentó instruirme más y potenciar mi habilidad. Nunca se dio cuenta de que estaba formando a uno de los mayores y mejores guerreros que habrían engendrado nunca las tierras de Bagarok. Pero estuvo cerca de saberlo. 

Un día, cuando yo contaba con quince años recién cumplidos, inexplicablemente cargué contra él con el arco y le abrí la cabeza de un flechazo. Bueno, rectifico... eso es para hacerme el duro. En realidad ocurrió que en el bosque un jabalí se dirigía hacia mí y cuando iba a disparar la flecha mi padre se interpuso con la idea de empujarme. Gajes del oficio... Y recuerdo que mi madre lloró y lloró como yo jamás la había visto hacerlo. Yo la vi llorar todos los días desde la muerte de mi padre, y también recuerdo que cada vez que me veía arremetía contra mí y más de una vez acabé sangrando por algún sitio. 

Poco después se suicidó bebiendo un tarro de veneno. Y ahí me quedé yo, muerto de asco. Con tan sólo quince años no tenía muchas opciones, si acaso aprendiz de algo, o porta botas de vino de algún ricachón y no tan ricachón que me diera un saco sucio y viejo para dormir. Eso, o podía sacar partido de mis habilidades y utilizarlas. ¿Y qué mejor forma que sirviendo al rey? O mejor dicho... ¿Qué mejor forma de hacerlo que escalando poco a poco y algún día poder tener todo cuanto quisiera, y más? Y así fue como acabé en el cuartel, empezando por lo de siempre: mozo de cuadras, porta carretillas, limpiando, arreglando, cepillando... Pero con los años fui terminando de desarrollarme y maduré muchísimo en poco tiempo. Más gajes del oficio... esta vez respaldados por un “o espabilas o te largas”. Y espabilé, sí.

Fui ascendiendo poco a poco, y cada vez que Bagarok tenía que ir a la batalla ahí estaba yo, delante cuando cuando era un simple soldado de infantería y un poco más atrás cuando me dieron aquel precioso caballo negro y un título de caballero. Ah, sí... puedo recordar perfectamente todos y cada uno de los hombres que maté, aunque llevaran el casco en el momento de su muerte. Porque unos ojos que dejan de brillar delante de ti (o mejor dicho, por ti) no pueden olvidarse en la vida. Y han sido muchísimos los que han caído bajo mi espada, doctrina que adopté al darme cuenta de que una flecha mataba a un animal, pero no a miles de hombres. Con la espada no había que recargar, no había que apuntar, no había que quedarse quieto, agazapado, esperando. Con la espada tenía el poder de arremeter contra el enemigo y el privilegio de verlo sangrar y suplicar clemencia. No todos los soldados lo hacen, pero también es cierto que muchísimos no quieren luchar en nombre de un rey al que ni siquiera conocen. Y son esos mismos los que nunca vuelven a casa. 

Un alto mando me acogió como una especie de “pupilo” al ser conocedor de mis proezas, y me tuvo con él hasta que murió. Luchamos codo con codo en innumerables ocasiones y nos hicimos inseparables... en todos los sentidos. Quizá sea la única persona que alguna vez me haya hecho sentir algo de verdad. Pero, por desgracia, traidores los hay siempre donde menos te lo esperas. Y a él lo mataron en un descuido cuando lanzó un ataque, un lanzazo fuerte, un golpe seco justo en el lado izquierdo de la espalda, atravesándole el corazón. Por primera vez en mi vida, entendí a mi madre. Yo nunca había llorado tanto, ni tampoco he vuelto a hacerlo. 

A su muerte, mi condición de pupilo me transformó automáticamente en sucesor y ocupé su puesto y comencé a empuñar su espada, fabricada en madera y metal. Ahora, soy uno de los jefes más importantes, sino el que más, pues nunca ningún otro ha derramado tanta sangre ni le ha aportado tanto honor a Bagarok como yo. 

Tengo a mis órdenes a todos los hombres del reino. Es una sensación tan especial y a la vez específica que no puedo describirla. Grande. Sí, quizá sea esa la palabra que mejor me define: grande. Grande, implacable, victorioso. Recibí el mote de El Halcón hace un tiempo, cuando en una batalla que comenzaba poco después del alba fui capaz de advertir el número aproximado de hombres que iban a enfrentarse a nosotros y también su estrategia de ataque. Cuando terminó, se celebró un banquete en mi nombre. Y me sentí el mismísimo rey festejando que había ganado la corona de sangre más honorable que pueda existir. 

Sí, soy conocido, admirado y respetado, tomo lo que quiero y lo dejo cuando quiero; no pregunto, no pido permiso, soy el mayor de los bastardos jamás concebidos... pero soy el primero en empuñar una espada cuando de la seguridad de mi reino se trata. Otros no pueden decir lo mismo. 

Este último asunto de la rebelión me tiene en vela. ¿De verdad cree el pueblo que podrá con el rey, que podrá conmigo? Soñadores... siempre dando problemas, siempre. No sé vos, pero a mí los problemas me gusta erradicarlos de raíz. Y a ser posible, separando esa raíz del resto del cuerpo... por seguridad.