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Solitaria, pensativa, divertida en mayor o menor medida, gusto por escuchar, leer, escribir, escuchar música, imaginar, sentir.

viernes, 22 de noviembre de 2013

La piedad es un arma de doble filo (fragmento)

Tras un nuevo parón por mi parte aquí traigo otra hazaña de Elizabeth. En este caso el día de la boda real hubo un ataque rebelde que se saldó con innumerableles muertos y heridos. Estos últimos acuden en masa a lugares donde son bien recibidos y el convento es uno de ellos. Allí Elizabeth tendrá un encuentro con una mujer muy peculiar. Os dejo el link como hice con el anterior post. Espero que os guste ^^



* * *


Antes de morir mi padre escribió una carta. En ella le confesaba a mi madre su profundo asco hacia ella por lo que hacía cada noche cuando él y yo dormíamos en nuestras camas, solos los dos. En esas líneas torcidas por la rabia y el dolor pude leer cómo vagamente le susurraba un “te quiero, pese a todo” soplado con pigmentos de color negro como seguramente debiere estar su corazón en el momento de empuñar la pluma. No decía más. No decía menos. Decía lo que tenía que decir y cómo lo tenía que decir; los sentimientos ya eran historia. Ella se los había matado. Mi madre no era mala persona, o al menos eso creí hasta esa noche en la que todo sucedió. Ella se levantó de la cama y me despertó al bajar las escaleras. La seguí incluso fuera de la casa, fuera del barrio, casi fuera del pueblo. El burdel. Mi madre iba cada noche a vender su cuerpo a los desconocidos a cambio de un dinero que servía para calmar el hambre por unas horas hasta el día siguiente. Pero mi padre trabajaba duramente de sol a sol todos los días de la semana a veces incluso sin descanso. Se esforzaba. Era un hombre rudo que no sabía nada de política ni de modales, pero la verdadera reina de Bagarok era mi madre. No le faltaba de nada, o quizá tanto se esforzaba mi padre en darle lo material que se olvidó de lo sentimental. A mi padre le dolió más el golpe en el orgullo por trabajar más y conseguir menos que el engaño en sí. Pero ya daba igual, ya no importaba. Cuando mi madre volvió a casa esa noche mi padre la estaba esperando. Yo, agazapada en la penumbra que me brindaba la escalera, fui testigo del juicio al que se sometieron ambas miradas cuando se encontraron. Ella reprochaba falta de cariño. Él respeto. Ninguno dijo nada. Ninguno tenía la culpa y ambos fueron culpables de todo. Esa noche la deuda se saldó con sangre, pero la carta sobrevivió escondida bajo mis ropas. Años después continuaba leyendo la carta de mi padre de vez en cuando, cuando, tal vez, necesitaba comprobar una vez más que de verdad todo sucedió, que todo fue real. Que vi a mi madre con el cuello rasgado y a mi padre con el corazón atravesado.

Suspiré y cerré los ojos ante una nueva oleada de gritos de dolor. Muchos de los refugiados que se guarecían en el convento presentaban características similares a esas heridas que yo recordaba como si las viera desde que abría los ojos hasta que los volvía a cerrar. Esa misma mañana, de madrugada, otro hombre había sido llamado al más allá herido de un lanzazo en el pecho y yo no pude por menos que correr a mi habitación, encerrarme un rato allí y morder la almohada para no echarme a gritar. Pasaron tal vez un par de horas desde que cerré la puerta hasta que se volvió a abrir otra vez. En el transcurso de ese tiempo lloré, pensé, leí una y otra vez la carta de mi padre y reflexioné. Por más veces que la leyera –ya me la sabía de memoria- no podía sentirme culpable de hacer lo que hacía por las noches. Yo no era como mi madre. Yo no tenía una familia que mantener ni un hijo al que cuidar. De haberlo mantenido conmigo las cosas podrían haber sido muy diferentes. De verdad que sí.

Salí de la habitación porque cuando desplegué el maltrecho papel para volver a leer lo que ya sabía una voz a lo lejos llamó mi atención. Alguien estaba cantando en medio del dolor. Me sorprendí tanto que no supe si alegrarme o llevarme las manos a la cabeza, pero dado que nadie más lo hizo decidí salir a ver qué estaba ocurriendo. El sonido de la puerta al cerrarse retumbó en mi espalda y me dio impulso para echar a andar. Antes de llegar al lugar del que provenía la melodía me aseguré de limpiar mis ojos por si resquicios de lágrimas quedaban en ellos. Elizabeth no lloraba. Elizabeth dejó de llorar mucho tiempo atrás.

No tardé en llegar ya que los refugiados se contaban por decenas y lo ocupaban casi todo. Cada paso que daba me acercaba más a la voz, hasta que divisé una figura sentada al lado de un niño. A él lo vi, pero a ella no le pude ver el rostro. Sí, lo que había escuchado era una voz femenina y, efectivamente, su dueña estaba allí. De espaldas y con un cabello inusual cayendo por su espalda. El niño parecía sufrir un éxtasis y decidí dejar que terminara. Aunque fuese algo malo, si por un rato conseguía despejar los miedos, no podía ser tan malo. Cuando su canto finalizó me acerqué a ella con pasos lentos.

-¿Quién sois vos? –le pregunté estando ella aún de espaldas.


No sabía qué rostro podía tener esa voz, pero a juzgar por su dulzura y su inusual apariencia no podía ser desagradable.