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Solitaria, pensativa, divertida en mayor o menor medida, gusto por escuchar, leer, escribir, escuchar música, imaginar, sentir.

miércoles, 14 de marzo de 2012

En las alturas (comienzo)

Cuánto añoraba los bosques de Rusia, y cuanto añoraba perderse por entre los árboles y correr jugando para que su madre no la pillara. Era de los pocos recuerdos que pudo conservar, a sabiendas de que su madre no miraba por ella precisamente, sino por los intereses de la familia y, en especial, de los suyos propios. Pero qué podía saber una niña pequeña cuya inocencia llegaba hasta límites insospechados. Ella sólo recordaba que reía y reía, y que se divertía dejando sus huellas en le nieve de invierno o bien pisando las hojas secas del otoño.

El bosque sin hojas le gustaba, pero no demasiado. A ella le gustaban los árboles pomposos, aquéllos en los que podía imaginarse saltando en la copa y viendo cómo las hojas se mecían al viento. Siempre fue una niña muy creativa, e imaginativa, además. Parece lo mismo, pero no lo es.
Al bosque acudía cuando quería evadirse, cuando necesitaba estar sola y pensar, cuando el dolor en sus mejillas y en su cuerpo ya no aguantaba más quedarse callado sin manifestarse. Aquél era su santuario, por así decirlo. Incluso, había llegado a sentarse frente a algún riachuelo y hacerse preguntas a sí misma mientras admiraba su reflejo. Todo ello plenamente consciente de que si cierto engendro que tenía por marido la descubría, aquella podía ser la última vez que pisaba el bosque. Pero por suerte nunca la descubrió. Al menos eso creía.

Pero, como ya se ha dicho, aunque no demasiado también le gustaban los árboles sin hojas. Y ahora que era un mero espectro atrapado en el tiempo, más aún, porque podía ascender hasta las ramas y sentarse en ellas, admirando todo cuanto su vista podía alcanzar. Justo como hizo en ese momento. Paradójicamente a su condición, en momentos como aquellos se sentía completamente libre, sin ataduras de ningún tipo. Podía respirar aunque no le hiciese falta, sólo por el placer de hacerlo. Sin embargo, después de que los nocivos momentos de libertad inundaran su desfallecido pecho, la tristeza volvía a adueñarse de ella. Una y otra vez. Todos los días. Y siempre, después de sufrir ese cambio, lloraba. Tal vez fuese una manera inconsciente de deshacerse de esas lágrimas que habitaban en sus ojos desde su muerte, pero siempre lloraba. El bosque parecía tranquilo y deshabitado aquella cerrada tarde. Incorpórea, cerró los ojos y dejó que sus guerreras marinas desfilaran hacia el campo de batalla. Lo recorrieron, atravesando sus mejillas y su mandíbula, y por fin se lanzaron contra el vacío volando a la par que caían, llevándose consigo un pedacito de Énina.

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