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Solitaria, pensativa, divertida en mayor o menor medida, gusto por escuchar, leer, escribir, escuchar música, imaginar, sentir.

martes, 17 de enero de 2012

Depresión del mar de lágrimas muertas


Tengo ganas de gritarle al mundo lo que en mi pecho se esconde, que es aquello que mis labios callan. ¿Vergüenza? Es posible. ¿Pero por qué? Yo me quiero, me siento, estoy orgullosa de pertenecer a este mundo que me acoge en sus brazos mientras el mío propio me desprecia. Dejando que la música penetre en mis oídos y corra por mis venas me siento bien, estar triste me hace estar bien y sonreír de felicidad. Paradójico, pero no imposible, porque es cierto.
Necesitar de un impulso como la música es algo que adoro fervientemente. ¿Qué sería de mí sin ese transporte que me guía hasta las profundidades de la oscuridad y del alma, dejándome volar y entregarme a mis sueños y mis ilusiones? Es bello conocerse a uno mismo, y no tener a nadie igual que tú para poder compartirlo es duro, pero existente. Nunca he logrado verme reflejada en el alma de otra persona, ni mucho ni poco. He podido ver destellos que se reflejaban en ese alma, destellos de mí misma y de mi vida, pero no los reflejos que necesito para saber que lo he encontrado. Me llaman loca, demente, insegura, hipócrita, masoquista. Yo me llamo yo, mía, miedosa, llena de incertidumbre y con ganas de sonreír estando rodeada de tristeza y de melancolía para que me abriguen y me arropen como una manta en el más frío de los inviernos que mi piel sintiere. Quizá el dejarme llevar por las notas que mi corazón transforma en sensaciones sea el mejor camino para poder plasmar algo que después leeré y que me hará sonreír de nuevo, porque fue algo expresado en el momento de yo necesitar hacerlo. Sin condiciones, sin reproches, sin injurias y sin trabas o calumnias.
Lo amo, amo embriagarme de sombras lujuriosas que sólo buscan su placer a cambio de mi placidez. Son sombras que me abrazan y me aman en una danza que al bailarla me hace descubrir recovecos de mí misma y de mi alma que yo no conocía. Y sonrío cada vez que encuentro un pedacito mío perdido que vuelve a mí, aunque para ello tenga que dedicar mi existencia a caminar cabizbaja y falta de metas.
Sí, presa del miedo. ¿Y qué? ¿Acaso tendría vida sin miedo? Aunque cierto es que en el mundo coexisten diferentes tipos de miedos. Están los provocados por uno mismo, que son los que nunca deben abandonarnos. Y están los provocados por todo lo que no seamos nosotros mismos y que sólo busquen dañarnos para hacernos caer. El secreto para no caer es mantenernos fuertes. ¿Pero cómo, si hasta los ángeles, que son seres puros y magistrales, lloran a menudo de corrompida impotencia? Buscar un apoyo sería la solución, pero es difícil encontrarlo cuando todo lo que tus pies y manos tocan es ceniza que se transforma en polvo con apenas el contacto de una inocente y frágil mirada.
Nadie, absolutamente nadie entenderá el mensaje de unas letras que han sido engendradas desde la unión del miedo y la fantasía, del la incertidumbre y la melancolía, del desespero y el sentimiento puro. ¿Es tan difícil entender que en el mundo hay tantísimos caminos que uno no puede andarlos todos a no ser que viva eternamente, y que sin ni si quiera con esa seguridad sería tangible la idea de acercarse a lograrlo?
Aprender a ser fuerte como un niño que está creciendo, es fácil, sencillo, hermoso de imaginar. ¿Pero qué ocurre cuando ya hemos crecido y nos hemos dado cuenta de que ni si quiera unos pocos de los sueños que teníamos antaño son, al menos, realizables en nuestra mente? ¿Por qué un ideal para ayudarnos a vivir si por más que se idealiza siempre se acaba volviendo a la realidad?  Es normal que el ser humano sienta nostalgia por sus recuerdos, pero si se sabe que no se puede volver al pasado que el corazón dejó atrás, ¿por qué el empeño en querer hacerlo perdurar? Un corazón podrido y lleno de gusanos, no sanará jamás, porque estando muerto no volverá a sufrir, a sentir miedo, a aprender a ser fuerte y a seguir. En cambio, uno malherido tiene la oportunidad de por lo menos intentarlo. ¿Pero cómo saber si tu corazón no es el podrido cuando sólo sientes los latidos en tus palabras y en tus actos, y no en el pecho? ¿Cómo ser capaz de ponerte una mano en el pecho y decir que lo sientes cuando no hay nada que sentir? ¿Qué es sentir algo si no lo comprendes? Volvemos a dejarnos llevar… Y cada vez que lo hacemos es completamente diferente a la anterior. Pero igual de hermosa, respetable, digna de ser vivida y encantadoramente adorable a los ojos de los querientes de respuestas. ¿Ignorancia? No. ¿Ganas, incluso ansias, de saber? Sí. ¿Dónde radica entonces el problema del alma cuando sangra y el puñal no sale? En que quizá es mejor dejarlo así, porque tal vez si quitamos el puñal, sangre la herida más que antes. Eso significa que deberemos dejar la herida abierta por siempre, porque ni el regazo de la esperanza podrá sanar algo que no dará pie a poder buscar y encontrar una solución que pueda servir como paño de lágrimas a la tristeza del momento vivido.
Que te arranquen del pecho algo muerto también duele, igual o incluso más que si te lo dejaran ahí y eso hiciera que se pudriera lo de alrededor. Teniéndolo, al menos podrías ir muriendo poco a poco. En cambio, sin él, estás vacío por completo. No hay nada que te mate, ni que te haga vivir. Quedas inerte en medio de un valle de lágrimas que te ofrece solamente pañuelos para secártelas pero que no construye el puente hacia el otro lado de la amargura que no se sabe en qué lugar se encuentra. Quizá podamos saber de dónde venimos, pero, ¿a dónde vamos? Eso no lo sabe ni la misma vida, pues ella es la primera en cambiar y en hacernos cambiar a todos mientras nos maneja con sus manos e hilos de hechos cuales títeres en medio de un teatro. Se va agotando. El corazón se agota y la inspiración muere enterrada en una tumba de tierra cuya sepultura es de fría, resistente y eterna piedra. Ahí permanecerá muerta hasta que vuelva a resucitar un día en el que alguien vuelva a necesitarla para poder plasmar sobre papel o cualquier otra superficie todo lo que ese corazón moribundo necesita confesar y gritar a los cuatro vientos antes de entregarse a los plácidos y cómodos, aunque fríos y mortíferos brazos de la dama que todo lo cura y que todo lo sana, la muerte. Entonces vendrán los ángeles y los demonios de los sueños y de las pesadillas que nos relajan y que nos atormentan. Uno y otro. Unos porque van, otros porque vienen. Unos porque nacen, otros porque mueren. Todos juntos en un nuevo amanecer de gritos y desgarros de garganta ante el imploro de un nuevo día.
Las despedidas son crueles, por mucho que se quiera ocultar esa verdad. Se llora al dejar escapar algo que, aunque sabemos debe ser libre, siempre lo querremos con nosotros pase lo que pase. Y ese pequeño aunque gran recuerdo de haberlo tenido por poco tiempo, seguirá inerte pero latente cuando el corazón ya haya agotado sus últimas fuerzas existentes para poder rendirse él también, presa del agotamiento de soportar la vida y de hacer seguir adelante las vidas que él mismo otorga. Pero, es inevitable que ocurran. Como sucede una vez más entre mis dedos que se entrelazan sobre este mar de letras que ya hacía tiempo clamaban por ser pulsadas con este sentimiento que ahora me invade. Empero no pararía nunca de escribir si nunca me detuviera. ¿Será malo? Todo lo contrario. Pero prefiero guardar pequeñitas muestras de mi maestría con ellas y de ir emprendiendo un viaje hacia le biblioteca de mis vivencias, que acabar abandonando algo poco fructífero y de poca trascendencia al no ser terminado nunca.
Es increíble lo que una canción, unida a sentimientos puros y sinceros, sean cuales sean, es capaz de hacer.

miércoles, 11 de enero de 2012

El Poeta Muerto. (Borrador)

Sois vos la belleza personificada. Decidme... ¿Será vuestra sangre igual de hermosa cuando yo le haya dado forma sobre un papel?

   Esta es la frase con la que Russell (o el Poeta Muerto, como prefiere llamarse) siempre firma sus acciones. Da igual las que sean. Siempre llevarán su sello, al igual que él lleva marcado muy dentro el sello de la eternidad...

* * *

   Era un frío invierno londinense de 1322. Fuera, en la calle, la nieve cubría el empedrado que dificultaba el tráfico de carruajes y caballos, de cuyos cascos se escuchaba el repiqueteo contra el suelo de vez en cuando, cuando encontraban una zona sin nieve que lo amortiguaba. El cielo era gris, triste y provocaba escalofríos con tan sólo mirarlo, aunque uno se encontrara en un lugar cálido. No había pájaros ese día. Tampoco animales callejeros. Los único que se veían eran los caballos que aguardaban congelados, únicamente cubiertos por una manta mientras la nieve caía, a que algún transeúnte pidiera ser llevado a alguna parte. Pero ese día apenas había nadie, absolutamente nadie. Y todo lo inundaba un silencio sepulcral, como si aquel día Londres se tratase de una ciudad abandonada. Pero, en pleno corazón de la ciudad, en una casa humilde pero bien cuidada, una mujer profería gritos de dolor a causa del parto que estaba teniendo. La comadrona la miraba desde abajo y le daba ánimos mientras que su ayudante se dedicaba a secar el sudor de su frente y de su rostro en general, hablándole también para intentar calmarla y distraerla. El padre aguardaba fuera, con los nervios carcomiendo sus entrañas y caminando de un lado hacia el otro. Los gritos duraron casi cuatro horas pero, finalmente, se escuchó el llanto de un bebé que vino al mundo con una fuerza increíble. El padre entró y vio a su mujer con el niño en brazos. A pesar de estar ésta despeinada, llena de sangre y sudorosa, con su hijo en el regazo le pareció la mujer más hermosa del mundo. Se acercó a conocer a su pequeño y la besó en los labios antes de cargar con el niño. Sonrió y ambos supieron que a partir de ese momento serían felices para siempre. Cuan equivocados estaban, pero eso ellos nunca lo sabrían...

* * *

   Pasaron quince años desde el nacimiento de Russell, como llamaron al pequeño. Desde muy pequeñito Rush siempre mostró un alto interés por la literatura, ya que veía a su padre, Richard, siempre con algún libro en las manos. Pero, a pesar de eso, Russell llevaba el sentimiento dentro como quien lleva sangre por sus venas. Aquéllo simplemente incentivó su interés a temprana edad.
   Richard se dio cuenta en seguida de que su hijo no era como los demás niños. Le gustaba salir a la calle, jugar, comer dulces y mancharse la ropa lanzándose al barro de después de las lluvias y chapotear en los charcos provocados por ella. Pero, sin embargo, siempre volvía a casa temprano y se encerraba con algún libro entre las manos. Lo que más le gustaba era la poesía, aunque no desechaba una buena prosa. Le encantaban los rompecabezas mentales a la hora de buscar y asignar un significado a las rimas, con sus ironías y su humor negro escondido tras apariencia. En el colegio, siempre aprobaba con la máxima nota en este campo.
   Un día, con unos diez años, escribió sus primeros versos. Decían así:

Hace frío en la calle,
pero mi interior arde
cual león que posee
un feroz corazón.

   Richard quedó maravillado y a Sue, su madre, se le saltaron las lágrimas, así que decidieron enmarcarlo. Lo colocaron en el salón, para que todo el mundo lo viera. Y así, Russell Aaron Turner, comenzaba su, aunque no lo sabía por aquel entonces, carrera como buscador de la máxima belleza.
  
   Unos días después de cumplir los dieciséis años Richard se quedó sin trabajo y la economía familiar fue mermando poco a poco. Al ser una familia de clase media las necesidades hicieron estragos muy pronto ya que Sue enfermó a causa de la mordedura de una rata que se le infectó. Paulatinamente los ánimos de todos se fueron yendo a pique pero, a pesar de eso, Russell no dejó de leer y de escribir, hecho que comenzó a enfrentarlo con su padre que le exigía buscar trabajo para ayudar a la familia. Tiempo después, Sue se encontraba tan mal que empezó a enloquecer al verse demacrada por su enfermedad, sufriendo ataques de histeria al no verse hermosa. Sue medio loca, Rush casi pasando de todo y Richard hasta el cuello de deudas. Esa era la familia Turner dieciocho años después de creer que serían felices de por vida.

   Un año después Sue murió. A la infección comenzaron a añadírsele intentos de suicidio y cuidados mínimos para la salud. Richard se entristeció tanto que su reacción fue montar en cólera en contra de su hijo, al que acusó de no haber hecho nada por la familia, ni tan siquiera intentarlo. La respuesta de Rush fue una rima dedicada a su madre. Decía así:

¿Para qué tanta parafernalia superficial y juvenil
cuando para lo único que aspiramos realmente es a morir?

   La respuesta de su padre, fue echarlo de casa. Le prohibió volver a ella y le deseó lo peor. Le cerró la puerta en las narices. Desde entonces vagó por las calles y conoció lo peor de los bajos fondos. Durante unos años el nombre de Russell Aaron Turner desapareció de la faz de la Tierra junto con su dueño.

* * *

   Pasaron cerca de cinco años. Una noche aquel olvidado poeta recorría las calles solitarias cuando se topó con la fémina más hermosa que jamás había visto. Ésta lo encadiló con su mirada llena de luz y su mortífera sonrisa y se acercó a su oído para susurrarle sensualmente:
   -Te conozco, sé quién eres, poeta... Y quiero que escribas algo para mí. Hazlo, y te prometo que pondré el mundo a tus pies.
   Ante estas palabras Russell no pudo contestar otra cosa que afirmando sin dudar un instante:
   -Milady, yo escribiré para vos lo que mi corazón no ha querido darme nunca a mí...
   Y ella sonrió. Se lo llevó a su casa y allí lo encerró en contra de su voluntad en una celda en cuya única compañía se encontraban solamente otro desgraciado como él y el silencio. Bueno, y una mesa con un puñado de hojas y una pluma con su tintero al lado.
   -Hasta que no seas capaz de provocarme lágrimas de emoción permanecerás aquí encerrado. Y más vale que te des prisa... Tu belleza es demasiado monumental como para que se marchite encerrada dentro de estas cuatro paredes, y tu objetivo no será nada fácil. Puedes preguntarle al muermo de tu compañero.

   Y con su inseparable sonrisa, se marchó de allí. Entonces Rush se acercó al otro hombre y le preguntó quién era, qué hacía allí y quién era ella.
   -Soy alguien como tú. Un poeta extinto que nunca fue capaz de hacerla llorar y que se pudre día tras días en esta celda a la espera de que la muerte se apiade de él.
   -Pero, ¿por qué no escapas? Si nunca lo has logrado, ¿por qué no renuncia a que lo consigas?
   -¿Bromeas? ¿Es que no la has escuchado? “Hasta que no seas capaz de provocarme lágrimas de emoción”. ¿Cómo puedes emocionar al demonio, eh?
   Y tras unos minutos de conversación, Jason, el otro poeta, le reveló que la mujer sin nombre era un ser de la noche, que se alimentaba con sangre y que no tenía corazón.
   -¿Pero qué...? -susurró el inglés sin poder creérselo. Había escuchado antes hablar de los vampiros, pero nunca había visto uno de verdad  -Por eso, por eso el encandilamiento y mi falta de sentido...

   Minutos más tarde, cuando por fin logró reponerse, decidió que sería él, pero Jason le dijo algo que lo marcó. ¿O fue lo que vio después?
   -Chico, no te esfuerces, otros lo intentaron antes que tú y que yo -y señaló con su delgado brazo una pila de huesos que se cubrían por las sombras de la estancia.
   Russell tragó saliva y apretó los puños.
   -Si hacerla llorar es el único modo de salir de aquí, la haré llorar. Lo lograré o dejaré de llamarme Russell Aaron Turner, el poeta olvidado. -Esto último lo susurró en voz baja.

   Y pasaron años después de esa noche, pero Russell perdió la noción del tiempo.

* * *

   Su relación con Jason se fue estrechando con el paso de los años. Él siempre trataba de ayudarlo lo mejor que podía, pero la mujer, que los visitaba por las noches, siempre rompía los papeles en pedazos. “¿Os estáis riendo de mí?”, era siempre la frase de la noche. Después se iba y no volvía, pero de vez en cuando venía algún esbirro para entregarles más papel.
   Una noche, después de que ella se fuera, Russell sintió unas ganas tremendas de llorar porque cada vez se venía más abajo. Y sus sentimientos afloraron, saltándosele las lágrimas sin poder contenerlas. Jason entonces se le acercó e inconscientemente le pasó el pulgar por la mejilla para limpiarle una lágrima. Sus miradas coincidieron y desde aquel momento comenzaron a ponerse nerviosos. Pero no se apartaron el uno del otro, es más, se acercaron tanto que ni el mismísimo aire pudo cruzar por entre ellos. Y, poco a poco, no sólo se unieron sus torsos, sino también sus labios. Y despacio, muy despacio, los dos poetas que había estado reprimiéndose durante años se liberaron finalmente una noche de tormenta en la que los truenos retumbaban en la pequeña celda. Tras besos, caricias e incluso mordiscos terminaron los dos en el suelo y más tarde en la pared, sin ropa, sin barreras, tan sólo dando rienda suelta a su pasión. Y nunca nadie, salvo ellos dos, supo nada debido a que los roncos gemidos se mezclaron con la tronada de la tempestad.
   Tras esa noche, a pesar de la situación en la que se encontraban, los años que la siguieron fueron los más felices de sus vidas para ambos.

 * * *

   Increíblemente, una tarde Russell terminó su enésimo poema convencido de que también sería desechado aquella vez. Lo había terminado forzando en un arranque de rabia por no saber ya qué hacer. Pero, sin embargo, logró lo que otros no habían logrado en casi siglos. Por la noche, cuando Mrs. Smily (apodo “cariñoso” que le habían puesto a la vampiresa) fue a la celda y tomó el papel entre sus manos, sufrió una desfiguración en su rostro, que se tornó triste y melancólico. Y sí, un par de lágrimas se escaparon de sus ojos. ¿Qué decía el papel, que fue capaz de arrancarle emociones a la sin corazón? Pues así decía:

Dentro de mí mismo y atrapado en una prisión
que es mi propio ser me lamento,
huyo de la luz de la vida.
Sin embargo, huelga decir que anhelo comprensión
del Sol padre y un mínimo intento
de regresar por fin a la vida querida.

No me esperes, oh flor de cerezo que florece en primavera,
pues ya nunca más volveré a verte como la vez primera.
Me robaste el aliento con tu color y tu majestuosidad,
pero por siempre encerrado estaré entre remaches de metal.
Añoro la calidez de la tierra que se caldea en verano,
como también echo de menos el abrazo de mis hermanos.
Tan sólo me queda esperar a que la misma luz que me vio nacer
me quite la vida, pues es ella la única capaz de concederme el placer
de morir tranquilo y dejarme curar mis heridas.

   Sorprendente. Esta fue la palabra que utilizó ella para definir todo lo que estaba sucediendo. Sorprendente. Después de unos segundos de gimoteos sonrió, dejó el papel sobre la mesa y se acercó a Russell.
   -Una promesa es una promesa. Aquí tienes tu premio. -Y con un fuerte y rápido movimiento lo cogió por el cabello, le echó la cabeza hacia atrás y mordió su cuello clavando sus colmillos en su carne. Su grito de dolor se mezcló con el grito de horror de Jason, quien intentó separarla de Rush. Pero ella respondió lanzándolo contra la pared y dejándolo semiinconscinete. Russell gritó su nombre, pero las palabras de la inmortal ahogaron su llanto:  -Este es tu premio por haberme hecho llorar. Y ahora tu premio será también tu condena, por haberme hecho llorar. -Y se mordió la muñeca y lo obligó a beber de su sangre lo suficiente como para que su legado arraigara perfectamente.
   Entonces Russell perdió el conocimiento, pero lo último que vio en vida y de manera borrosa, fue a la mujer acercándose lentamente a Jason mientras susurraba algo parecido a un, “Y en cuanto a ti...”, y después, cerró los ojos para siempre.

* * *

   Cuando despertó, aún era de noche. Estaba solo en la misma celda, pero Jason y la mujer habían desaparecido. Entonces comenzó a recordar y se puso en pie de inmediato, pero se tambaleó y cayó de bruces contra el suelo. Estaba débil. Necesitaba algo, necesitaba... sangre. Como pudo se levantó y se encaminó hacia la puerta, en la que agraciadamente se encontraba uno de los guardias. Russell sólo dejó que sus instintos actuaran y en menos que canta un gallo una nueva vida había sido arrebatada para alimentar otra que acababa de nacer.
   Y se puso en marcha y y buscó a Jason y a la mujer por todas partes, por el inmenso laberinto que eran las mazmorras, por lo que pudo de la enorme mansión, lúgubre como un cementerio, e incluso por los alrededores. Llamándolo sin descanso. Pero Jason nunca apareció. Ni nunca más volvió a verlo. Tampoco a la mujer. Entonces, harto de todo, con el corazón roto, regresó a la celda para, con la sangre del cadáver del guardia, escribir algo en la pared. Un sencillo aunque jurado “Volveré”.
   Y desde aquel momento, Russel Aaron Turner pasaría a ser conocido como el Poeta Muerto, aquél que una vez compartió su corazón y que nunca pudo terminar de amar al otro porque se rompió, dejando una estela de dolor perpetuo en su condenada alma que solamente podía apaciguar el recuerdo.
   Desde esa fatídica noche Russell se juró a sí mismo que a partir de ese momento siempre escribiría lo más macabro que se le ocurriera y con sangre, sin renunciar nunca, a pesar de todo, a la belleza que las palabras se merecen. Porque, al fin y al cabo, eso era Jason también: un amante de las palabras. Dos amantes de las palabras que terminaron tan enamorados que nunca pudieron dejarse de amarse el uno al otro, pero eso nunca lo supieron.
 
    Russell se fue. Y siempre se preguntó dónde estaría Jason. Pero, con el paso del tiempo, se formuló otra pregunta. ¿Dónde estaba él?

sábado, 7 de enero de 2012

Amistad Eterna (ganador del concurso Fábrica de Historias del blog plumasdetinta@blogspot.com)

El negro manto de la noche se despidió, y comenzó a dar paso a la clara sonrisa que el sol dedicaba cada nueva mañana al mundo. Sobre la nieve, sintiendo el frío en sus patas, se hallaba entre las sombras hasta que la luz lo descubrió, un corcel salvaje que aguardaba por la inminente claridad del cielo. Estaba quieto, en silencio. Abrió los ojos y vio sus crines ondeando al viento por la brisa que las mecía suavemente y su mirada se clavó en una dirección. Respiró profundamente, se alzó, relinchó con fuerza, e inició su veloz galope.
   Galopaba y galopaba a través del valle mientras sus cascos retumbaban y se escuchaban en la lejanía gracias al eco que producían. Mientras avanzaba pudo  escuchar el canto de los pájaros, el sonido del agua del río al pasar… pudo escuchar el canto de la vida. Un canto que sólo puede ser escuchado cuando se tiene el corazón tan abierto como lo tenía él.
   Tras un tiempo de marcha aminoró paulatinamente el paso hasta que se detuvo frente a un rosal. Se quedó boquiabierto al contemplar las rosas que éste poseía. Eran de un color rojo, un rojo tan intenso como el de la propia sangre. Entonces, a pesar de ser un caballo, sonrió y supo que aquello era lo que buscaba. Eran perfectas.
   Se acercó al rosal y comenzó a examinar las flores, una por una, y se decidió por una en concreto. Era pequeña, pero parecía fuerte y saludable, y su color destacaba por su intensidad. Se veía aún más hermosa bañada por las gotitas de rocío del amanecer. Mordió el tallo rápidamente, pero con muchísima delicadeza.
   Se retiró, lo miró de nuevo y volvió a iniciar su marcha, esta vez al trote. Nuevamente se escuchó el eco de sus cascos contra el suelo. A medida que avanzaba, su corazón se iba cargando al mismo tiempo de emoción y de tristeza.
   Comenzó a vislumbrar más y más cerca el lugar hacia el que se dirigía. Se acercó más y más y más… hasta que llegó a él, y se detuvo un instante para observar. Todo permanecía tranquilo, en paz.
   Inició el caminar al paso, lentamente, hasta que llegó a la entrada. Detúvose y, entonces, comenzó a llover. Las gotas le bañaban el rostro envuelto en tristeza y después caían al suelo, como si estuviera lloviendo porque las gotas querían acariciarle la piel para consolarlo con una tierna y sincera caricia. Cerró los ojos, preparándose.
   Los abrió y levantó sus patas delanteras de nuevo, golpeando la puerta de hierro. Aquello producía un ruido agudo, pero continuó hasta que la cerradura cayó. Entró en la necrópolis y vio que no había nadie, salvo un muchacho que se erguía frente a una sepultura con la lápida rota e ilegible por el paso del tiempo. El muchacho se quedó de piedra al ver entrar un caballo en el cementerio, llevando además una rosa en los labios. El equino ni se inmutó y siguió avanzando hasta que llegó a la parte antigua del lugar, siguiendo las piedras que señalaban el camino.
   Llegó hasta una larga costana de tierra y la siguió. Subía y subía, y sus cansadas patas comenzaban a resentirse con cada nuevo paso que daba a causa de la frigidez. Por fin llegó a la cima, y antes de seguir avanzando observó el sitio. Era luminoso, y también estaba completamente mojado. El tono gris oscuro del cielo le profería un aspecto siniestro, aunque muy acogedor y reconfortante. Dejó que la humedad se le adhiriera a la piel y sintió un escalofrío cuando el viento sopló.
   Y entonces, la vio, y sintió que el corazón se le detenía de golpe. Era la suya, allí, una más entre tantas… pero era su tumba… su lugar de reposo eterno… Allí, enterrada bajo la ahora húmeda tierra, se hallaban los restos de la única y verdadera amiga que había tenido jamás.
   Se acercó y la miró, fijamente. Finalmente, tras unos minutos de reflexión, rompió a llorar y las lágrimas cayeron por su rostro confundidas con las gotas de lluvia. Se alzó por la rabia, y sus patas se movieron al tiempo y al ritmo de un rayo que nació cuando un profundo y gutural relincho como la noche apareció en su garganta.
   Bajó y lanzó la rosa a la lápida. Al hacerlo, se dio cuenta de que gotas de sangre comenzaban a caer al suelo, y luego sintió el sabor en su boca. Se había pinchado con las espinas, pero había sido tanto el amor con el que había llevado la flor que no se había dado cuenta.
  Súbitamente, todo lo que había a su alrededor desapareció y sólo existían la tumba y él. Se tumbó sobre la fresca hierba, y apoyó la cabeza en el suelo. Cerró los ojos y le agradeció en silencio absolutamente todas y cada una de las veces que estuvo ahí.
   De repente sobre él, en el aire suspendida, apareció una presencia que se acurrucó a su  lado y lo abrazó sin que él se diera cuenta. Ella le susurró algo al oído, algo que parecía mágico, pero que no entendió y confundió con el lenguaje secreto del viento.
   La presencia se desvaneció y él alzó la cara al cielo. Sonrió, y sintió que su corazón volvía a bombearle la sangre con fuerza. Se sentía vivo, fuerte, lleno de ilusión.
   Permaneció allí todo el día, acompañándola por su viaje a través de la eternidad desde el mundo de los vivos.
   Al caer la noche, se despidió con unas lágrimas y una sonrisa. Tomó de nuevo el caminito de piedras y al salir del camposanto inició su galope nuevamente, pero esta vez sin destino. Dejaría que su corazón guiara sus pasos, y no pararía hasta, como mínimo, aprender a volar para poder alcanzar el cielo.
   El muchacho lo vio alejarse, y se preguntó cuan grande había tenido que ser ese vínculo que los unió a ambos en una amistad tan grande y pura que ni siquiera la mismísima muerte había logrado violar.
   Siempre habían sido amigos. Y siempre lo serían.