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Solitaria, pensativa, divertida en mayor o menor medida, gusto por escuchar, leer, escribir, escuchar música, imaginar, sentir.

sábado, 7 de enero de 2012

Amistad Eterna (ganador del concurso Fábrica de Historias del blog plumasdetinta@blogspot.com)

El negro manto de la noche se despidió, y comenzó a dar paso a la clara sonrisa que el sol dedicaba cada nueva mañana al mundo. Sobre la nieve, sintiendo el frío en sus patas, se hallaba entre las sombras hasta que la luz lo descubrió, un corcel salvaje que aguardaba por la inminente claridad del cielo. Estaba quieto, en silencio. Abrió los ojos y vio sus crines ondeando al viento por la brisa que las mecía suavemente y su mirada se clavó en una dirección. Respiró profundamente, se alzó, relinchó con fuerza, e inició su veloz galope.
   Galopaba y galopaba a través del valle mientras sus cascos retumbaban y se escuchaban en la lejanía gracias al eco que producían. Mientras avanzaba pudo  escuchar el canto de los pájaros, el sonido del agua del río al pasar… pudo escuchar el canto de la vida. Un canto que sólo puede ser escuchado cuando se tiene el corazón tan abierto como lo tenía él.
   Tras un tiempo de marcha aminoró paulatinamente el paso hasta que se detuvo frente a un rosal. Se quedó boquiabierto al contemplar las rosas que éste poseía. Eran de un color rojo, un rojo tan intenso como el de la propia sangre. Entonces, a pesar de ser un caballo, sonrió y supo que aquello era lo que buscaba. Eran perfectas.
   Se acercó al rosal y comenzó a examinar las flores, una por una, y se decidió por una en concreto. Era pequeña, pero parecía fuerte y saludable, y su color destacaba por su intensidad. Se veía aún más hermosa bañada por las gotitas de rocío del amanecer. Mordió el tallo rápidamente, pero con muchísima delicadeza.
   Se retiró, lo miró de nuevo y volvió a iniciar su marcha, esta vez al trote. Nuevamente se escuchó el eco de sus cascos contra el suelo. A medida que avanzaba, su corazón se iba cargando al mismo tiempo de emoción y de tristeza.
   Comenzó a vislumbrar más y más cerca el lugar hacia el que se dirigía. Se acercó más y más y más… hasta que llegó a él, y se detuvo un instante para observar. Todo permanecía tranquilo, en paz.
   Inició el caminar al paso, lentamente, hasta que llegó a la entrada. Detúvose y, entonces, comenzó a llover. Las gotas le bañaban el rostro envuelto en tristeza y después caían al suelo, como si estuviera lloviendo porque las gotas querían acariciarle la piel para consolarlo con una tierna y sincera caricia. Cerró los ojos, preparándose.
   Los abrió y levantó sus patas delanteras de nuevo, golpeando la puerta de hierro. Aquello producía un ruido agudo, pero continuó hasta que la cerradura cayó. Entró en la necrópolis y vio que no había nadie, salvo un muchacho que se erguía frente a una sepultura con la lápida rota e ilegible por el paso del tiempo. El muchacho se quedó de piedra al ver entrar un caballo en el cementerio, llevando además una rosa en los labios. El equino ni se inmutó y siguió avanzando hasta que llegó a la parte antigua del lugar, siguiendo las piedras que señalaban el camino.
   Llegó hasta una larga costana de tierra y la siguió. Subía y subía, y sus cansadas patas comenzaban a resentirse con cada nuevo paso que daba a causa de la frigidez. Por fin llegó a la cima, y antes de seguir avanzando observó el sitio. Era luminoso, y también estaba completamente mojado. El tono gris oscuro del cielo le profería un aspecto siniestro, aunque muy acogedor y reconfortante. Dejó que la humedad se le adhiriera a la piel y sintió un escalofrío cuando el viento sopló.
   Y entonces, la vio, y sintió que el corazón se le detenía de golpe. Era la suya, allí, una más entre tantas… pero era su tumba… su lugar de reposo eterno… Allí, enterrada bajo la ahora húmeda tierra, se hallaban los restos de la única y verdadera amiga que había tenido jamás.
   Se acercó y la miró, fijamente. Finalmente, tras unos minutos de reflexión, rompió a llorar y las lágrimas cayeron por su rostro confundidas con las gotas de lluvia. Se alzó por la rabia, y sus patas se movieron al tiempo y al ritmo de un rayo que nació cuando un profundo y gutural relincho como la noche apareció en su garganta.
   Bajó y lanzó la rosa a la lápida. Al hacerlo, se dio cuenta de que gotas de sangre comenzaban a caer al suelo, y luego sintió el sabor en su boca. Se había pinchado con las espinas, pero había sido tanto el amor con el que había llevado la flor que no se había dado cuenta.
  Súbitamente, todo lo que había a su alrededor desapareció y sólo existían la tumba y él. Se tumbó sobre la fresca hierba, y apoyó la cabeza en el suelo. Cerró los ojos y le agradeció en silencio absolutamente todas y cada una de las veces que estuvo ahí.
   De repente sobre él, en el aire suspendida, apareció una presencia que se acurrucó a su  lado y lo abrazó sin que él se diera cuenta. Ella le susurró algo al oído, algo que parecía mágico, pero que no entendió y confundió con el lenguaje secreto del viento.
   La presencia se desvaneció y él alzó la cara al cielo. Sonrió, y sintió que su corazón volvía a bombearle la sangre con fuerza. Se sentía vivo, fuerte, lleno de ilusión.
   Permaneció allí todo el día, acompañándola por su viaje a través de la eternidad desde el mundo de los vivos.
   Al caer la noche, se despidió con unas lágrimas y una sonrisa. Tomó de nuevo el caminito de piedras y al salir del camposanto inició su galope nuevamente, pero esta vez sin destino. Dejaría que su corazón guiara sus pasos, y no pararía hasta, como mínimo, aprender a volar para poder alcanzar el cielo.
   El muchacho lo vio alejarse, y se preguntó cuan grande había tenido que ser ese vínculo que los unió a ambos en una amistad tan grande y pura que ni siquiera la mismísima muerte había logrado violar.
   Siempre habían sido amigos. Y siempre lo serían.






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