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Solitaria, pensativa, divertida en mayor o menor medida, gusto por escuchar, leer, escribir, escuchar música, imaginar, sentir.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Mil mundos con un mismo Dios


Estaban siendo unos meses inusualmente calurosos en la Escandinavia conocida. Desde hacía algunos días el sol había decidido experimentar en tierras gélidamente vírgenes a la espera de un resultado que podía contemplarse sin realizar un esfuerzo demasiado grande: los enormes y complejos vestidos de las mujeres se reducían a finas capas de tela fina y fresca, prendas que otorgaban sensualidad a las féminas al pegarse al cuerpo. Para los hombres, los pantalones de tela y las camisas de cálida pana se sustituyeron por finas capas de suave algodón. Pero todos, sin lugar a dudas, mantenían unas mejillas sonrojadas al saberse partícipes de aquel “espectáculo” del que absolutamente todos eran protagonistas. 

Seamos sinceros… Nunca nadie en aquella época, habría vestido así por mucho que se estuviera muriendo de calor… No a menos que todo el mundo lo hiciese. Entonces no habría problemas ni escándalos sociales. Pobre pensamiento humano… Qué impenetrable quieren hacerlo parecer cuando en realidad podía tambalearse con tan sólo unos días de calor… ¿Era todo su mundo así, a base de mentiras? Porque entonces sí tenemos la respuesta a muchísimas de las preguntas que se ha realizado el ser humano a lo largo de su historia, pero, sobretodo, a una de ellas, la más profunda… “¿Por qué?” Por una sencilla razón: por miedo. Miedo que carcome las entrañas ante el “qué vendrá” o el “qué dirán”, por ejemplo. Pobres humanos… O mejor dicho, pobres corazones moribundamente latentes que dan vida a tan variada raza… Diferentes colores de piel, diferentes formas de pensar, de vivir, de ver las cosas, de pensar, de sentir, de creer… Una raza que se cree tan poderosa y diferente que termina siendo la más frágil e insignificante de todas.
* * *


Copenhague, verano de 1773.

Una tarde de domingo como otra cualquiera la adinerada y burguesa familia Bohr se disponía a salir a dar un paseo por el campo, lleno de flores y un verdor que sólo el verano podía proporcionar. Mientras que la joven y hermosa señora Bohr, Mettalise, cargaba con su hijo de apenas dos meses de edad en su regazo, Ejnar, el serio pero afable señor Bohr, Henning, era el cochero encargado de llevar las riendas de sus dos caballos, uno blanco y otro pinto, negro. Todo el camino marchó bien y la estancia fue agradable. El matrimonio pudo disfrutar de algo de tranquilidad e intimidad, pues el pequeño se había dormido acariciado y acunado por la cálida brisa del estío. 

Ese día era uno de los pocos en el que todos podían escaparse furtivamente de los quehaceres cotidianos, hecho que se reflejaba en que ellos no eran los únicos que se paseaban por allí ni con intenciones de quedarse, si no todo, gran parte del día. 

Y así, entre risas, besos, alguna que otra caricia invisible pero existente, palabras de amor y cariño y de promesas de futuros planes, transcurrió el día. 
Al atardecer la familia protagonista de la historia recogió todo y volvieron a subirse al coche de caballos. El camino de vuelta fue tranquilo hasta que, cuando las sombras de la noche comenzaron a invadir la Tierra, tres figuras se interpusieron súbitamente en el camino de los animales, provocándoles pánico y que se encabritaran. En uno de esos azotes Henning cayó al suelo al intentar apaciguar a los equinos, que hacían caso omiso a sus palabras. Las tres enormes y negras bestias se abalanzaron sobre él y clavaron sus afilados colmillos en una carne tierna pero tensa y Henning, a pesar de sus gritos de dolor, pudo vociferar palabras que su mujer entendió, y obedeció. Mettalise procedió y dejó al niño dentro de su cuna, despierto por el vaivén del vehículo. Salió por la puerta que daba a la parte opuesta a la escena y se tapó la boca con una mano al contemplar tal horror. Una única mirada fue lo que intercambió con su marido que se desangraba por algunas heridas mientras su sangre era devorada desde otras. Los vampiros ignoraron la presencia de la mujer debido a su trabajo de carniceros, como también ignoraron el repentino grito y la rápida marcha que sucedieron al “Te quiero” de su víctima. 

Mettalise obligó a los corceles a galopar tan rápido que pareció que incluso el coche iba a volcar en cada curva que tomaban. Entre lágrimas y sonido de cascos también se coló el llanto de un bebé que lloraba de hambre, sueño y miedo. Su madre no ignoró a su hijo, pero no se detuvo, no. Los caballos galoparon hasta que la espuma que salía de su boca bañó generosamente todo su pecho y parte de sus patas. Ni hablar de cómo quedaron las riendas, las manos de Mettalise y el lomo de los animales. 

Nada más llegar a la puerta de su casa Metallise bajó torpemente del coche y abrió la puerta para coger a su hijo en brazos, el cual se había caído de la cuna y lloraba en el suelo con una fina hilera de sangre que nacía de su cabeza. Ella, horrorizada, comenzó a gritar que la ayudaran. Inmediatamente salieron afuera criados y mayordomos que acudieron en su ayuda y fueron a avisar al médico de la familia. Entre llantos, desesperación y falta de respuestas, la servidumbre comenzó a especular. No hubo un pronóstico grave para el niño, pero a Mettalise le fue diagnosticado un fuerte ataque de ansiedad. Ya nunca más volvería a ser la misma. 

A la mañana siguiente el ama de llaves llamó reiteradamente a la puerta de la señora, pero ésta no abría la puerta, así que decidió entrar sin permiso. Su boca se torció en una mueca de sorpresa y de miedo al contemplar a Mettalise frente al espejo con el rostro chupado y las ojeras bien marcadas, de no haber dormido nada. Ella miró a su criada desde el espejo, a los ojos, sin mover la cabeza. El ama de llaves sintió cómo algo dentro de ella se paralizaba por el miedo. Y es que, desde esa mañana en la que la informaron de que habían descubierto desgraciadamente las ropas de su “difunto” marido tiradas en el camino, algo dentro de su mente se estropeó para siempre. El ama de llaves miró de reojo la cuna de Ejnar y lo compadeció desde lo más profundo de su corazón. 

* * *



Copenhague, verano de 1789.

Era el decimosexto cumpleaños de Ejnar Bohr y el revuelo en la casa era, aparte de extraordinario, impresionante. Decorados por todas partes, mesas limpias, manteles relucientes, cristalería perfecta, cubertería de plata, alfombras de terciopelo perfectamente pulido y, como no, joyas y glamour por todas partes. Todo estaba casi listo y la señora Mettalise se paseaba por toda la casa con los ojos abiertos y una mueca labial que destilaba miedo y maldad por todas partes. Era una mujer bellísima cuya belleza se había ido mitigando con el paso del tiempo hasta convertirse en una marmórea alma en pena. Todo lo que hacía terminaba mal, sus órdenes eran irracionales y su comportamiento siempre se veía influenciado por voces que ella misma decía escuchar en su cabeza de forma persistente. 

Loca. Estaba completamente loca desde la noche en la que su mente dejó de funcionar correctamente. Todo se había vuelto negro, peligroso y ello había desembocado en muchas manías cuya raíz estaba siempre en “proteger a su pequeño”. Excesivos cuidados que al joven Ejnar sacaban de quicio una vez tras otra… Como por ejemplo la insistente manía de su madre de que aprendiera a tocar el violonchelo. A pesar de todo, esa había sido la única idea que había acertado a encomendarle a su hijo. A Ejnar le chiflaba su instrumento, del cual ofrecería un pequeño concierto a media noche. Pero su insistencia era excesiva, hasta el punto en el que a veces Ejnar odiaba la música. Él era grande en la doctrina, se veía con futuro… Pero tanta y tanta presión sólo le inculcaban una tirria cada vez mayor hacia las cuerdas. 

Mettalise corría por todas partes seguida de sus criadas que sujetaban entre sus manos todo lo necesario para obtener un buen resultado, sobretodo ornamental. Se acercaba la hora de llegada de los invitados y todavía faltaban, según ella, detalles por concretar. Eso la ponía nerviosa, histérica, incluso le levantó la mano a alguna de las criadas. Sus ojos enfermizos parecían contener chispas amarillentas que titilaban cuando se abrían desmesuradamente. Una de las razones por las que su locura, al menos, no menguaba, era que su fortuna mermaban considerablemente todos los días. Sus caprichos eran cada vez más y más caros, aunque eran cosas prácticamente inservibles. Casas que nunca pisaban, ropa que nunca se ponían, adornos que nunca relucían… Pero ella quería más y más. Consumir era una efecto secundario de sentirse poderosa… ¿O tal vez la mayor consecuencia?

Ejnar dormitaba en su habitación. Dentro de la cama y mirando de refilón su violonchelo, apoyado cerca de la ventana, dejaba pasar el tiempo. Unos porrazos en la puerta y unos gritos enfermizos tras ésta lo hicieron suspirar y querer morir en es mismo instante, pero se levantó y se vistió por respeto a todo el trabajo realizado y a las personas que se habían dejado los nervios por ello. Salió de su habitación con el porte grácil y risueño que había ensayado durante días y se paseó por entre todo el mundo con fingida alegría. La realidad era que no le gustaban sus cumpleaños. No, no como a cualquier niño, porque los demás niños no tenían a una demente como madre, ni tampoco recibían palizas cuando a ésta se le cruzaban los cables. 

Pero ese cumpleaños sería especial para él, porque esa noche, después de charlar con gente, de recibir las compasivas miradas de quienes sabían del estado de su madre y lo miraban con lástima, de reír sin tener ganas y de un sinfín de cosas más, Ejnar recibió la ORDEN de Mettalise de tocar el violonchelo. Todos prestaron atención a las cortas palabras del tímido muchacho, quien comenzó a deslizar el arco y los dedos por sobre las cuerdas con gran precisión y maestría, sin apenas esforzarse para ello, solamente dejándose llevar. Entre el público se hallaba un caballero de dudosa posición que al finalizar el pequeño concierto se acercó a la madre del muchacho y le ofreció llevárselo de “gira”. Ella, por supuesto, mirando por dinero, aceptó sin consultárselo. Pero el muchacho, al enterarse por la noche de boca de su progenitora, se negó rotundamente. ¡No!, era lo único que salía de boca del chico. Y no sólo eran unas exclamaciones de negativa hacia su idea, sino también porque no quería recibir más golpes, golpes que estaba recibiendo desde arriba mientras estaba tirado en el suelo. Una noche más, dormiría caliente. 

Siguió pasando el tiempo y Mettalise descubrió que aquel caballero era un bandolero al que habían asesinado colgándolo de un árbol. Entonces, su defectuosa mente supo que había hecho algo malo y fue a ver a su hijo que, como siempre, miraba por la ventana en busca de una ensoñación de libertad imposible. Lo abrazó y con su voz espectral le pidió perdón y prometió que nunca más le volvería a poner una mano encima… Pero él tenía que ser bueno, sino… 

Unos meses más tarde, lo que quedaba de la familia Bohr estaba arruinada. Mettalise se había encargado de llegar hasta ello. Para colmo, ella sospechaba de que a su hijo le atraían sexualmente los hombres, hecho cierto, pero que nunca pudo confirmar verdaderamente. Sin embargo, no había sido Mettalise la única causante de la ruina. Un antiguo pretendiente al que había rechazado infinidad de veces se había dedicado a mover hilos y abogados para que misteriosamente la fortuna mermada sufriera pérdidas con el paso del tiempo. Entonces a Mettalise no le quedó más remedio que aceptar su propuesta de matrimonio, o se vería en la calle junto a su asustado hijo. 

Fue una ceremonia discreta y marcada por el autoritarismo de Erik, el padrastro de Ejnar, autoridad que dominaría sus vidas durante los próximos años. Al día siguiente, cuando Mettalise ya mostraba sus primeros moratones en rostro y espalda, se metieron en un coche de caballos que los llevaría a su nueva residencia: Nakskov.




Nakskov, sur de Dinamarca, invierno de 1793.

Habían pasado cinco años y gracias a ese matrimonio Mettalise se había estabilizado, pero no emocionalmente, sino físicamente debido a las palizas que recibía de parte de su nuevo marido. Ahora era Ejnar el que verdaderamente se compadecía de ella, pero no hacía nada. Al contrario, disfrutaba de cada gemido de dolor que su madre profería. “Así aprenderás”, le decía mentalmente cuando ocurría. 

Ahora con la libertad otorgada gracias a sus veinte años, Ejnar podía ir y venir de la casa cuando le placía. Sí… Ahora por fin comenzaba a ser libre, como siempre había soñado a través del cristal de su antigua habitación. En esas escapadas, evidentemente nocturnas en su mayoría, iba a lo que iba. Buscaba el amor que nunca le habían dado en brazos de otras personas, en cuerpos ajenos al suyo que al mismo tiempo lo hacían sentir como si realmente valiera la pena. Se sentía querido. Pero apenas buscaba mujeres. Mujeres… Le atraían, sí, algunas lograban llevárselo hasta el cielo y hacerle tocar las estrellas con la punta de los dedos… Pero irremediablemente se acordaba de una mujer: su madre. De modo que… Lo que buscaba, eran hombres. En su mayoría eran hombres porque, por una parte, eran quienes realmente le atraían y, por otra, porque era un modo de evadirse físicamente del pensamiento femenino que lo atormentaba cuando veía una mujer. Necesitaba, anhelaba caricias sobre su cuerpo que fueran producidas por manos cálidas y fuertes, suaves e insistentes… Manos de hombre. Acostarse con hombres era también una manera de imaginarse cómo habría sido el abrazo de un padre que nunca tuvo ni apenas llegó a conocer. 

Un amanecer Ejnar volvió a casa y se encontró con que la puerta de la habitación de sus “padres” estaba extrañamente entreabierta, y que de ella provenía un olor fuerte. Nada más empujar las hojas de madera, supo que otro cambio se avecinaba en su vida: Mettalise estaba tirada en el suelo, con el vestido desgarrado y arañazos y moratones por todas partes. También tenía un cuchillo en la mano, y la sangre que bañaba la hoja metálica no era suya, sino de Erik, quien descansaba sin vida sobre un gran charco de sangre que nacía de su cuello. Ejnar abrazó sin saber por qué a su madre y esa misma mañana huyeron juntos del lugar, no sin antes coger algo de dinero. Tomaron un barco que los llevó hasta el Imperio Alemán, y ahí empezó su nueva vida como fugitivos.




Rostock, norte del Imperio Alemán, invierno de 1793.

Acababan de llegar a un país que desconocían pero cuyo idioma, gracias a sus clases, Ejnar manejaba con algo de fluidez. Tras días sin comer a Mettalise no se le ocurrió otra cosa vender su cuerpo para poder hacerlo. Ejnar se opuso desde un principio, pero mientras dormían en algún callejón Mettalise se escapaba y al día siguiente traía comida o, en su defecto, dinero. En cierto modo, el estómago de Ejnar ganaba a su corazón. 

Fue pasando el tiempo y llegó de nuevo el verano. Tanto Mettalise como Ejnar se acostumbraron a aquella vida y, un día cansado de esperar a su madre, Ejnar también decidió probar suerte… Obteniendo bastantes buenos resultados. Sí, tanto los hombres como las mujeres lo buscaban y su “fama” creció entre los libertinos y libertinas. Una noche Mattalise volvió mal al callejón en el que vivían. Le dolía el estómago y sangraba por entre las piernas, resbalándole por éstas varias hileras de sangre cuyas gotas finales iban cayendo al suelo conforme avanzaba penosamente. Ejnar no estaba, se encontraba ofreciendo sus servicios a una joven aristócrata que se casaba al día siguiente, así que la demente Mettalise cayó finalmente al suelo, perdiendo a su nuevo hijo. Los ojos celestes de la loca miraron al cielo y éste fue lo último que vieron. 

Cuando el muchacho volvió y la encontró, suspiró hondamente y supo que por fin todo había terminado. Pero su gloria no duró mucho. Abandonó el callejón tras “robarle” a su madre el dinero que tenía en su bolsito y se largó a recorrer la ciudad. Una ciudad que esa noche estaba bañada por la plateada luz de la luna llena. Se detuvo frente a un pequeño embalse y allí se arrodilló para lavarse la cara. Mientras se miraba en el reflejo del agua escuchó un sonido extraño, como un perro grande y rabioso, y antes de darse cuenta tuvo encima a una enorme bestia que le arañgó la cara, el pecho y le mordió el antebrazo en un intento de asestarle un puñetazo que no sirvió de nada. Afortunadamente ya estaba amaneciendo y, quién sabe por qué, la bestia infernal huyó de repente. Menos mal que Ejnar estaba en una zona en la que nadie podría verlo fácilmente… Porque se quedó ahí tirado casi todo el día, hasta el atardecer. Se despertó sudoroso y con un dolor terrible en el cuerpo, incluso ganas de vomitar. 


No le dio importancia al acontecimiento y noche tras noche volvió a vender su cuerpo durante años, pasando por infinidad de camas, brazos y promesas rotas. Tuvo la suerte de que su renombre llegó a oídos de las clases altas y así logró algo que nunca se había propuesto. De pronto una noche, en la cama de uno de sus clientes tras haber mantenido relaciones, éste le ofreció ser sólo para él a cambio de una suma considerable. Pero no sólo eso, sino que también le ofreció quedarse en aquella misma casa a cambio todo de estar disponible cada vez que su nuevo “amo” lo requiriese. Y aceptó con tal de no seguir durmiendo sobre adoquines. 

Fueron pasando los años y Ejnar fue pasando de mano en mano, según sus amos y amas se iban cansando de él. Pasó por múltiples ciudades y países: Imperio Alemán, Polonia (donde sufrió su primera transformación), Checoslovaquia, Suiza… Hasta que llegó a Francia. Allí su amo decidió instalarse en un lugar de prestigio, París. Una mañana, éste lo echó a la calle como a un perro después de pagarle su año y medio de servicio y Ejnar vagó por la ciudad varios días sin saber a dónde ir, pero sí sabiendo qué hacer… Al fin y al cabo, creía que para eso había nacido. Siguiendo los pasos de su madre de alguna forma, tanto en profesión como en estado mental. No, nunca se volvió loco, pero en ocasiones le hubiera gustado estarlo para no ser consciente de todo aquel sufrimiento.




París, primavera de 1797.

Y de nuevo, una mujer. Una mujer lo despertó una noche cuando estaba dormitando en medio de un parque, a escondidas. Esa preciosidad a sus ojos vestía de forma poco ortodoxa que en seguida le dijo qué era. Era como él. ¿O él era como ella? No quiso saberlo, pero cuando ella le preguntó, él contestó. Como estaba acostumbrado: a obedecer. Entonces ella le propuso que la acompañara y accedió. Cuando llegaron a aquel lugar en el que las risas, el alcohol y el despilfarro reinaban tardó bastante en acostumbrarse, pero al menos dormía y comía caliente. Se quedó. Y entonces se propuso a sí mismo que nunca más volvería a pasar por algo así. Se quedaría toda su vida ejerciendo de aquello, sin volver a pensar nunca más en su madre o en su pasado. 



Desde aquel día han pasado algunos años. Ejnar se convirtió en un muchacho cuya vida transcurriría entre besos, caricias y gemidos pagados. Permanecería a la espera de que alguien que necesitase de amor y cariño, como él hizo una vez, acudiera a sus brazos en busca de su amor y de su cariño.

viernes, 7 de diciembre de 2012

El Halcón


Si nos tuviésemos que detener en todas y cada una de mis hazañas que he protagonizado, tal vez nos quedáramos sin bosques utilizando tanto papel. Sí, así es, soy un arrogante en potencia. No es nada personal, en serio... es sólo que soy demasiado perfecto. Y lo sé. Y todos lo saben. No me queda más remedio que pasar por aquí para poder llegar a donde quiero, así que con mucho gusto pesar te contaré mi vida. Al menos sólo lo relevante. 
Todo comenzó cuando gané la primera batalla, hace ya mucho tiempo, cuando yo no era más que... *cof, cof* … oh, claro. Por el principio, sí... 


Era una tarde de primavera. Hermosa como sólo podían serlo las mujeres, y mi madre lo era muchísimo. Tenía un cabello rubio como las espigas de trigo, y unos ojos verdes que parecían llevarte al bosque. Su sonrisa nunca se borraba, y eso le encantaba a mi padre, quien estaba con ella esa tarde. Mi madre estaba dando a luz, me estaba teniendo a mí, y sus gritos se oían por todas partes, hasta yo los escuchaba. Cuando por fin estuve en este mundo ella me arropó en sus brazos y me besó la cabeza antes de tenderme a mi padre, quien hizo lo mismo y susurró lo orgulloso que estaría de mí cuando creciera. Si el pobre levantara la cabeza... 

Pasó el tiempo y mi carácter no cambiaba. Siempre fui un niño callado y reservado, aunque me reía, reía muchísimo. Pero siempre había algo que me guardaba, no sé por qué. Simplemente, no tenía ganas de contarlo. No por prepotencia o ganas de llamar la atención, sencillamente, me daba pereza. Y lo que quiera que fuese, se guardaba en mi pecho y ahí se dormía para siempre. 

Mi padre solía llevarme a cazar con él y pronto aprendí a manejar el arco y el cuchillo, por lo que intentó instruirme más y potenciar mi habilidad. Nunca se dio cuenta de que estaba formando a uno de los mayores y mejores guerreros que habrían engendrado nunca las tierras de Bagarok. Pero estuvo cerca de saberlo. 

Un día, cuando yo contaba con quince años recién cumplidos, inexplicablemente cargué contra él con el arco y le abrí la cabeza de un flechazo. Bueno, rectifico... eso es para hacerme el duro. En realidad ocurrió que en el bosque un jabalí se dirigía hacia mí y cuando iba a disparar la flecha mi padre se interpuso con la idea de empujarme. Gajes del oficio... Y recuerdo que mi madre lloró y lloró como yo jamás la había visto hacerlo. Yo la vi llorar todos los días desde la muerte de mi padre, y también recuerdo que cada vez que me veía arremetía contra mí y más de una vez acabé sangrando por algún sitio. 

Poco después se suicidó bebiendo un tarro de veneno. Y ahí me quedé yo, muerto de asco. Con tan sólo quince años no tenía muchas opciones, si acaso aprendiz de algo, o porta botas de vino de algún ricachón y no tan ricachón que me diera un saco sucio y viejo para dormir. Eso, o podía sacar partido de mis habilidades y utilizarlas. ¿Y qué mejor forma que sirviendo al rey? O mejor dicho... ¿Qué mejor forma de hacerlo que escalando poco a poco y algún día poder tener todo cuanto quisiera, y más? Y así fue como acabé en el cuartel, empezando por lo de siempre: mozo de cuadras, porta carretillas, limpiando, arreglando, cepillando... Pero con los años fui terminando de desarrollarme y maduré muchísimo en poco tiempo. Más gajes del oficio... esta vez respaldados por un “o espabilas o te largas”. Y espabilé, sí.

Fui ascendiendo poco a poco, y cada vez que Bagarok tenía que ir a la batalla ahí estaba yo, delante cuando cuando era un simple soldado de infantería y un poco más atrás cuando me dieron aquel precioso caballo negro y un título de caballero. Ah, sí... puedo recordar perfectamente todos y cada uno de los hombres que maté, aunque llevaran el casco en el momento de su muerte. Porque unos ojos que dejan de brillar delante de ti (o mejor dicho, por ti) no pueden olvidarse en la vida. Y han sido muchísimos los que han caído bajo mi espada, doctrina que adopté al darme cuenta de que una flecha mataba a un animal, pero no a miles de hombres. Con la espada no había que recargar, no había que apuntar, no había que quedarse quieto, agazapado, esperando. Con la espada tenía el poder de arremeter contra el enemigo y el privilegio de verlo sangrar y suplicar clemencia. No todos los soldados lo hacen, pero también es cierto que muchísimos no quieren luchar en nombre de un rey al que ni siquiera conocen. Y son esos mismos los que nunca vuelven a casa. 

Un alto mando me acogió como una especie de “pupilo” al ser conocedor de mis proezas, y me tuvo con él hasta que murió. Luchamos codo con codo en innumerables ocasiones y nos hicimos inseparables... en todos los sentidos. Quizá sea la única persona que alguna vez me haya hecho sentir algo de verdad. Pero, por desgracia, traidores los hay siempre donde menos te lo esperas. Y a él lo mataron en un descuido cuando lanzó un ataque, un lanzazo fuerte, un golpe seco justo en el lado izquierdo de la espalda, atravesándole el corazón. Por primera vez en mi vida, entendí a mi madre. Yo nunca había llorado tanto, ni tampoco he vuelto a hacerlo. 

A su muerte, mi condición de pupilo me transformó automáticamente en sucesor y ocupé su puesto y comencé a empuñar su espada, fabricada en madera y metal. Ahora, soy uno de los jefes más importantes, sino el que más, pues nunca ningún otro ha derramado tanta sangre ni le ha aportado tanto honor a Bagarok como yo. 

Tengo a mis órdenes a todos los hombres del reino. Es una sensación tan especial y a la vez específica que no puedo describirla. Grande. Sí, quizá sea esa la palabra que mejor me define: grande. Grande, implacable, victorioso. Recibí el mote de El Halcón hace un tiempo, cuando en una batalla que comenzaba poco después del alba fui capaz de advertir el número aproximado de hombres que iban a enfrentarse a nosotros y también su estrategia de ataque. Cuando terminó, se celebró un banquete en mi nombre. Y me sentí el mismísimo rey festejando que había ganado la corona de sangre más honorable que pueda existir. 

Sí, soy conocido, admirado y respetado, tomo lo que quiero y lo dejo cuando quiero; no pregunto, no pido permiso, soy el mayor de los bastardos jamás concebidos... pero soy el primero en empuñar una espada cuando de la seguridad de mi reino se trata. Otros no pueden decir lo mismo. 

Este último asunto de la rebelión me tiene en vela. ¿De verdad cree el pueblo que podrá con el rey, que podrá conmigo? Soñadores... siempre dando problemas, siempre. No sé vos, pero a mí los problemas me gusta erradicarlos de raíz. Y a ser posible, separando esa raíz del resto del cuerpo... por seguridad.

viernes, 30 de noviembre de 2012

Reflexiones


Me siento tan sola que sería capaz de cualquier cosa. Cualquier cosa. Y en realidad, no tengo miedo de lo que pueda ser capaz de hacer, en realidad no tengo miedo de nada. No se puede tener miedo a nada cuando a causa de un gran sufrimiento has estado tan cerca de la muerte y has visto cosas que pocas personas han visto. Vives tan sepultado en las sombras y los recuerdos que termina dándote igual estar enterrado bajo pesadumbre. Simplemente, deja de importarte estar vivo. Lo ves todo desde un cuerpo que únicamente te sirve de herramienta para hacer todo aquello que algo incorpóreo no podría hacer, con falta de sensaciones. Y en detrimento de éstas, se acrecentan las emociones. Comes, ríes, andas, aprendes... pero siempre estás deseando volver a casa y quedarte a solas para poder llorar tranquila. Sin saber cómo ni porqué eres capaz de sentarte en una silla mirando al infinito y quedarte así todo el día. Y no te importa, porque ya nada importa. ¿Qué puede tener importancia cuando has perdido las ganas de vivir? Nada de afectos morales, nada de “hay que hacer lo que hay que hacer porque esto es lo que hace todo el mundo”. El primer paso para no ser un ignorante es saber, aceptar y asimilar que todos somos diferentes. Que cada persona es un mundo y que cada ser humano posee cualidades y defectos más o menos definidos a razón de las circunstancias pertinentes en cada momento de su vida. Aquí no vale que te hagan “ver las cosas como son”. Precisamente porque nadie puede responder a esa pregunta. Inténtalo tú. ¿Cómo son las cosas? ¿Como las ves tú? ¿Y por qué no puedes estar equivocado y el que tiene razón es tu peor enemigo? ¿Por qué si tienes un dolor en el pecho que te aprieta empiezas a escuchar cosas como “ya va siendo hora de que lo superes”, o “en mi opinión ya deberías haber salido de ahí”? O mi preferida: “estás exagerando, no me lo creo”. ¿Quién coño eres tú para decidir cómo y cuándo debo tomar decisiones y vivir de nuevo? ¿Quién, salvo yo misma, es dueño de mi decisión de abrir los ojos cada mañana? ¿Quién? Lo lamento, pero tú precisamente, no. Déjame en paz si eres incapaz de comprender esto. Y olvídame si te niegas a aceptar que las cosas no siempre son como tú crees que deben ser y que lo que tú superas en dos meses otro lo supera en dos años, por la razón que sea. E incluso, hay quien no llega a superarlo. Si alguna vez te sientes así pero realmente quieres volver a vivir, húndete. No, no es una broma, húndete, húndete del todo en el dolor y la miseria para que así toques fondo y puedas impulsarte hacia arriba. No hay nada peor que quedar atrapado en un vacío que no te deja avanzar ni retroceder. Si, por el contrario, te quedas sin fuerzas para luchar, limítate a observar. Quizá así algún día aprendas a volar en tu abismo y asciendas otra vez.  

miércoles, 28 de noviembre de 2012

A la mierda


Estoy harta. Me he cansado de la gente y de todos vosotros. Me he cansado de ser una persona buena y simpática que siempre intenta estar bien y hacer que los demás se sientan bien. Estoy hasta los cojones de tragarme horas y horas de problemas y gilipolleces sin abrir la boca para rechistar, siempre escuchándolo todo y dando los mejores consejos que puedo porque sé que cada persona afronta los problemas a su manera y cada cual necesita su tiempo, sea cual sea. Estoy cansada de que siempre me busquen a mí para desahogarse y soltar las penas y después si te he visto no me acuerdo. Estoy harta también de que se empeñen en despreciarme para todo y de que sólo se me busque cuando se necesite algo. Lo reconozco, me gusta ser buena persona y me gusta ser buena amiga. Y lo mejor de todo es que NUNCA he pedido nada a cambio ni nunca le he dicho a nadie que se callara la puta boca de una vez porque ya me tenía hasta los ovarios, aun cuando muchas veces siempre era el mismo tema. Nunca he hecho eso. Nunca. Por eso me parece de ser muy hipócrita que para una vez que yo tengo un problema busque un apoyo en alguien y me encuentre con que a las dos veces de prestarme atención, si quiera escucharme, se me mande a la mierda y encima quede yo como la mala por X razones. En serio, me tenéis harta. Iros todos a tomar por culo. Y, por supuesto, que se dé por aludido quien quiera.  

sábado, 24 de noviembre de 2012

Resurrección


No puede decirse que todo lo que nos atormenta tenga una razón de ser exacta y verdadera, pero lo realmente cierto es que siempre hay algo que nos oprime el pecho, y más aún cuando se vive tanto tiempo, y más aún incluso cuando se ha sufrido tanto como yo. Me llamo Raxa, aunque otrora mi nombre fuese Sirkka, y esta es mi historia. La escribo desde lo más profundo de mi ser, afrontando los demonios que me atormentan al recordar y al revivir viejos momentos que me marcaron para siempre pero que desearía olvidar. La escribo porque siento que es la única forma de desahogarme y de dejar constancia de mi paso por el mundo y del por qué de este paso tan longevo. Todavía me queda algo pendiente antes de saber si me dejo caer en los brazos de la vida eterna, pero antes tengo que saldar cuentas con un viejo conocido: mi conversor. 

Nací una fría mañana de diciembre de 1347 en la que fue la todavía vigente noche quien me acogió en sus brazos. No lo recuerdo, pero por lo que me contaba mi madre, lloré tanto que creyeron que no sobreviviría. A mi padre nunca le importé demasiado. Siempre fui una niña alegre y despierta, pero eso fue hace mucho tiempo. Toda mi infancia y pre-adolescencia la recuerdo llena de temor, apagada, oscura, llena de llanto y de dolor. Cuando miro al pasado todavía puedo sentir el dolor de los golpes de mi padre por todo el cuerpo, blanco de su constante puntería. Nunca me dijo por qué, nunca me dio una razón, nunca confesó por qué nos odiaba tanto a mí como a mi madre, quien también recibía lo suyo, aunque de una forma más sexual. Ella siempre me contó que mi padre era un buen hombre que había acabado loco por culpa de las batallas, del frío y del hambre. Yo por aquel entonces desconocía el significado de batalla, pero lo aprendí rápido cuando las palizas se acrecentaron y mi sola supervivencia ya era una lucha constante. Empecé a escaparme de casa para evitar más golpes, pero siempre me encontraban y... el castigo es más que obvio. 
Recuerdo una noche en la que volví después de pasar fuera toda la tarde, evadiéndome, aliviándome. Tenía una herida en el costado de una paliza reciente y todavía no estaba curada del todo. Al llegar, mi padre me esperaba sentado en mi cama, con un cinturón en la mano y mi madre amordazada a una silla, a su lado. En ese momento ya supe que la noche no acabaría bien. De hecho, lo sabía desde que salí de casa, pero lo necesitaba tanto... Le pedí perdón a mi madre por dentro una y mil, pero antes de darme cuenta estaba desnuda y con la sangre resbalando por mi piel. El bastardo aquel me vio esa herida y no se le ocurrió otra cosa que pateármela hasta que me desmayé del dolor. Yo ya no lo vi, pero cuando desperté mi madre tenía la cara tan morada que parecía haberse estado a punto de ahogar. No volví a escaparme. Y a partir de entonces entendí que mi única posibilidad de sobrevivir era pasar inadvertida y callarme como una furcia. 
Tiempo después, una noche, a mi padre le dio por llevarnos al teatro. Creo que nunca había visto a mi madre usar tantísimo maquillaje. Todo fue más o menos bien hasta que llegamos a la puerta del edificio, nos bajamos, y antes de poder dar dos pasos unos hombres nos acorralaron. Tenían el rostro cubierto, pero sus armas eran bien visibles. Creo recordar que mi madre me abrazó, no estoy muy segura, todo pasó muy deprisa. De lo que sí lo estoy es de que yo no parecí importarles demasiado, pues se abalanzaron sobre mi padre, degollándolo de un tajo, y después sobre mi madre, a la que le hicieron lo mismo. ¿A mí? A mí me cogieron y me subieron en un caballo que empezó a galopar cada vez más deprisa y que se perdió entre la niebla del norte. 
No recuerdo cuánto tiempo pasó a partir de entonces, pero me encerraron en un torreón oscuro y húmedo durante años. Sólo un hombre venía todos los días a traerme comida e intentaba no tener contacto alguno conmigo. Pero una noche... me arrepentí de haber nacido. Tantas palizas, tantos insultos... y ahora eso. Una noche vino un hombre diferente al de siempre. Su olor era extraño, y su presencia incluso molesta. Intenté esquivar su mirada, pero me la encontró y desde entonces comencé a perder fuerza, a sentirme débil y sin ganas de nada. No sabía qué pasaba, pero ahora sí: me controlaba a su voluntad. Recuerdo vagamente (y con asco) como en pocos minutos mi espalda se pegó al suelo, él a mi cuerpo y cómo lloré durante toda la noche con el dolor más infernal que he sentido nunca entre las piernas. Pasé la noche mirando la luna y rogándole que aliviara mi dolor, pero nunca me escuchó. 
Noches como aquellas se repitieron durante muchas más, ya que nunca pude oponer resistencia. Una vez, incluso, me controló para que le correspondiera. Juro que en mi larga vida me he sentido más humillada, ni he sentido tanto asco de mí misma. Sin embargo, a pesar de todo, aún puedo agradecer no haber sido madre. Porque no habría podido soportarlo. 
Ese hombre era puro veneno. Desde la primera noche que abusó de mí empecé a sentirme extraña. No sabría explicarlo, pero, no había ni rastro de inocencia en mí. No tenía compasión por nada, todo me daba igual, incluso llegué a desearle. No supe por qué entonces. Tampoco lo sé ahora. Quizá el resto que dejaba dentro de mí me fuese consumiendo poco a poco hasta convertirme en un ser sin alma. Lo desconozco por completo. 
Una noche dije basta. Ese hombre, que nunca hablaba y cuyo nombre desconocía, no volvería a tocarme. Qué ingenua... Entró en la oscura habitación con deseos de lo evidente, y como siempre no pude resistirme. Sin embargo (tal vez fuese mi fuerza de voluntad, o que él ya daba por hecho que no me opondría) tuve fuerzas para jugársela. Conseguí asestarle una patada en su zona noble y aproveché que se retorcía en el suelo para levantarme y correr hacia la puerta. De pronto, y casi sin darme cuenta, lo volví a tener encima otra vez, esta vez de espaldas, mientras me sujetara para que no huyera. Durante el forcejeo pude asestarle un golpe en el rostro. Empezó a sangrar, y entonces se quitó el capuchón. Me quedé paralizada. Ese hombre tenía los ojos grises como la niebla y unos colmillos puntiagudos y sobresalientes por entre el resto de sus dientes. No me hizo falta pararme a pensar. De niña siempre me gustaron las historias sobre seres sobrenaturales. Me ayudaban a sobrellevar a la bestia de mi padre. Un vampiro. Dios santo, un vampiro. Por eso el control, por eso no pude quedarme embarazada y por eso su presencia únicamente por las noches. La sangre brotaba de su nariz. Me miró, sonrió malévolamente y me agarró la mandíbula con una mano, girando mi rostro para tener mi cuello a la vista, y me mordió. Solté un grito tan agudo que me dañé la garganta. Después, con ayuda de la otra, se incorporó hacia adelante y dejó que su sangre cayera en mi boca. Me sentí confusa, conmocionada, inerte. Sabía lo que aquello significaba. Y sabía que ya solamente me quedaba una oportunidad para huir. 
Fingiendo debilidad, le asesté más golpes hasta que por fin pude correr. Nada más atravesar la puerta me sentí libre, pero poco iba a durar esa sensación. Mi cuerpo empezó a arder y me sentía tremendamente mareada. Mi instinto de supervivencia me decía que corriera y corriera, y, como pude, eso fue lo que hice. Conseguí llegar hasta los establos y me subí, a duras penas, a un caballo que estaba fuera, atado a un poste. Lo hice galopar tan rápido como pude y salí de allí sin volver la vista atrás. Poco después, mi mente se quedó en blanco, mi cuerpo “murió” y a partir de entonces ya no recuerdo nada más. 
Desperté en una habitación completamente oscura alumbrada sólo por unas velas. En la mesita que había al lado de la cama había una copa con sangre y una tarjeta al pie que decía algo así como “Bebe, te hará falta”. Me repugnaba esa idea, pero mi boca estaba tan seca que no pude evitar tragar como una desesperada. La copa me duró apenas dos tragos, pero en seguida me revitalizó. Me levanté y empecé a buscar una puerta, pero no estaba acostumbrada a tanta oscuridad. De pronto, ésta (a los pies de la cama) se abrió y entró alguien. Sin acercarse a mí, un hombre con acento oriental me explicó que estaba a salvo y que no tenía que preocuparme por nada. Pero, que si quería empezar de cero, tenía que confiar en él e ir con él a una tierra donde las vacas eran sagradas. No tenía muchas opciones. Y ese hombre me trató tan bien que me sentí hasta incómoda, acostumbrada al desprecio. Acepté.
Me llevó a una tierra llamada India, en el que la vida no era para nada parecida al frío norte. La gente era amable, hospitalaria y siempre estaba ofreciendo cosas. Y también recuerdo calor, un calor sofocante que nunca antes había sentido. Y eso que viajábamos de noche. Cuando llegamos a nuestro destino, Calcuta, nos hospedamos en una casa que, al parecer, era suya. Recibí una habitación ancha decorada de forma anormal para mí, pero muy bella y bien cuidada. Durante el viaje hablamos poco, y una noche se presentó en mi alcoba y habló tendida y detalladamente. No dio apenas información sobre el hombre que me violaba casi todas las noches, pero me explicó qué era un vampiro (la realidad no se ajustaba del todo a lo que yo imaginaba), que no podía volver o me mataría y que mi única posibilidad era quedarme allí o irme, pero nunca volver. Sin darme cuenta me encariñé de él poco a poco, y con el paso del tiempo, me quedé. Con él. 
Junto a Sadhil, que asís e llamaba, fui feliz unos años preciosos de mi vida. Él me enseñó el verdadero significado de la palabra mujer y que no todos los hombres eran iguales. Llegué a amarlo más que a mi vida, y por suerte, pude disfrutar junto a él una existencia larga y fuerte. Sin embargo, un día murió. O al menos eso me hicieron creer. Simplemente, un día desapareció. Aquello terminó de rematarme y lo empecé a odiar cada día más, porque el Sadhil que yo conocía no hubiera muerto. Ninguna explicación, ninguna señal, nada. Simplemente me dejó en herencia todo lo que tenía. Ahora yo era “libre” y tenía una venganza pendiente, hecho que una fortuna como la que ahora tenía podía facilitar considerablemente. Me fui, yo también, y desde ese momento comencé a llamarme Raxa, como me llamaba Shadil de cariño Raxa. La palabra que en hindú significa Diablesa.También cambié mi apellido por uno que siempre me gustó: Kerola. Me llevé el dinero que pude y empecé una nueva vida recorriendo Europa por mi cuenta e informándome de cosas y creando contactos. No tardé mucho. 

A pesar del dinero y del poder que poseía, poco a poco me fui dando cuenta de que por más que buscaba no lograba encontrar nada. Continué mi camino hasta que un día me crucé con otro inmortal como yo llamado Daniil. Su vida tampoco había sido fácil, y nos encariñamos mucho el uno del otro. Y una vez más, me quedé con él. Pero a él no lo amé. Lo quise mucho, pero no me enamoré. Lo veía, de algún modo, como el padre cariñoso y comprensivo que nunca tuve. 
Un día, me ofreció algo enorme. Me regaló un título de Princesa de su país, Rusia. No pude negarme. Tenía un buen liderazgo y pensé que teniendo mucho más poder que antes lograría encontrar al bastardo que me violó y torturó durante años. Sí... Mi verdadera venganza comenzaba ahora. 
Le prometí a Daniil que defendería mi título a muerte y que siempre sería una buena soberana, y en señal de lealtad adopté su apellido. No pienso defraudarle. Y, ay, las casualidades (o no tan casualidades) de la vida. Terminé siendo la princesa de un país vecino en lugar de serlo del mío propio. Con el paso de los años aprendí mucho de Daniil, sobre cómo tomar las mejores decisiones y en qué momentos aparcar el orgullo. Un día, simplemente, se fue. Todos creen que fue por cobardía, pero yo creo que en realidad se fugó con la mujer a la que amaba y a la que no quería perder por un simple título. Entonces, al ser la única princesa, heredé el cargo de Reina. Era mucho más duro que el de princesa, pero mucho más jugoso.
La vida me ofrecía una nueva oportunidad, e iba a aprovecharla hasta que los dioses decidiesen que ya era hora de acabar con mi eterna existencia.

Ahora que me he desahogado, creo que queda claro qué es ese algo pendiente que tengo. Juro por mi vida que acabaré con él cuando lo encuentre, porque lo haré. Y, quién sabe... Tal vez esté más cerca de lo que parece.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Semblante


Hay personas que, tocadas por la mano del destino, nacen diferentes a las demás. Son especiales, hasta el punto de poder llegar a sentir cosas que el resto no, y por lo general, por eso mismo suelen ser marginadas en lugar de escuchadas. Yo sufrí en mis carnes el longevo rechazo de un pueblo sumido en la ignorancia, una parada errónea que me pasó una de las mayores facturas de mi vida. Caí en picado desde lo más alto de los cielos hasta estrellarme contra un duro suelo que pareció enamorarse de mí y que no me dejaba ir. Tardé mucho tiempo en poder levantarme, y aun a día de hoy dudo de que haya podido hacerlo completamente. Vagué sola por senderos tan olvidados que terminaron siendo alimento de los mitos y las leyendas. Pero son reales, porque yo los recorrí. El problema es que nunca he conocido a alguien que también lo haya hecho, y ese afán de encontrar a alguien que tan sólo me escuchara, aunque no me comprendiera, fue mi perdición.
Ahora, perdida en un dolor que quizá nunca tenga fin, vuelvo a recordar los tiempos en los que el frío era mi abrigo y la soledad mi mejor amiga. Los tiempos en los que yo, sin darme cuenta, más crecí.  

La Promesa del Vampiro, 6; último capítulo.


CAPÍTULO 6.

Morgana estaba sorprendida. Era la primera vez que alguien le hablaba sin hacer visible el más mínimo gesto de desprecio, y fue algo que agradeció. Tampoco solían tratarla con tanta confianza: hablaban como si se conocieran de toda la vida. Era como si fuesen dos personas destinadas a encontrarse, pero que no lo sabían
Águeda era una muchacha muy simpática, de pelo rizado pelirrojo a media melena, una cara fina con unos ojos de color marrón chocolate y una divertida boca que siempre sonreía. Tenía una voz melodiosa y solía gesticular con las manos.
Le contó a Morgana distintos aspectos de su vida en general, lo que dio a conocer que llevaba una vida algo agetreada: sus padres eran dueños de una cadena de hoteles y viajaban con relativa frecuenacia, dejándola sola en casa o, como es ese caso, la mandaban con sus hermanos mayores, que estudiaban en Ivendor.
Aunque la estaba escuchando, Morgana no entendía porqué era Águeda tan confiada con alguien que no había visto en su vida. Realmente le sorprendía…

El tren hizo su primera parada. Inmediatamente, el maquinista fue entrando en todos los vagones anunciando a los viajantes de que al ser la primera parada, daban de tiempo aproximadamente una hora para así poder, quien tuviera que realizar un largo trayecto, ir a buscar o comprar algo que les hiciera falta durante el viaje.
Pero por supuesto, Morgana seguía inmersa dentro de su cabeza, y todo el bullicio se escuchaba como si fuera un suave sonido de fondo.
- Voy a bajarme, necesito algunas cosas. - informó Águeda. Y bajó del tren. -
Morgana, seguía mirando por la ventana. Continuaba pensando que aquel viaje no tenía sentido: la habían dejado sola muchas veces, incluso aveces por largos perdiodos de tiempo, y ahora, la enviaban con su tía.
Tal vez todos sus viajes eran un aperitivo…” - pensaba -.
También recordó la expresión de su padre al darle la noticia. Era triste, pero al mismo tiempo era como si se lo estuviese pidiendo como el más grande y glorioso de los favores. Verdaderamente, no tenía sentido. ¿ Qué significaba aquello ? Pensó, y cerró los ojos.
Águeda volvió minutos más tarde, con un par de bolsas en las manos. Creyendo que dormía, no le dijo nada.
Como un potro que apenas empieza a andar, el tren fue arrancando poco a poco, transformándose minutos más tarde en un poderoso corcel tan rápido, fuerte y resistente, que le dio a Morgana la sensación de estar montando al mejor caballo del mundo, el único capaz de saber llevar a su jinete a la batalla de principio a fin, y cuyo corazón estaba entregado a un solo y único dueño.

Pasaron tres horas hasta que el tren realizó su segunda parada. Morgana abrió los ojos y se dio cuenta de que había una estación algo más grande que la de Velturn, y en cuyo cartel de recepción podía leerse en letras grandes: “Bienvenidos a Ivendor”.
Pero entonces, al ir a salir al pasillo, se percató de que esta vez, era Águeda la que sí se había quedado dormida.
- Águeda. Águeda, despierta…
- Mmm… ¿ qué ocurre ?
- Hemos llegado, vámos levántate.
- ¿ Cómo ? ¿ Ya… ?
- Si, ya. Fin de este viaje. - y pronunció esta última frase con cierto toque de ironía -.
Águeda fue la primera en bajar, y fuera en el andén se quedó esperando a Morgana que tenía que recoger su equipaje del vagón de carga. Cuando lo hizo, se quedó unos momentos quieta, observando como el tren se alejaba como un potro, el potro que después debía convertirse en corcel.
- Morgana, yo me dirijo hacia el norte de la ciudad. - empezó Águeda -.
- Yo hacia el este. - respondió ella. -
- Entonces puedes acompañarme hasta mitad de camino.
Se miraron, y Morgana echó a caminar carretera arriba, dando a conocer que no tenía intención de hablar sobre nada.
Al fin llegaron a un cruce en donde se despidieron con un suave movimieto de cabeza, e instantes más tarde, Águeda se volvió para decirle a su acompañante que la buscaría más tarde.

Tuvo que atravesar algunas calles que le llamaron la atención por su peculiar antigüedad, nada parecida al estilo modernista de la parte nueva. Las casas y calles de la parte nueva estaban directamente relacionadas con el urbanismo moderno, con todo tipo de servicios y comodidades: tiendas de todo tipo, parques, bancos, puestos ambulantes de golosinas, etc. En fin… lo normal en un lugar moderno.
Pero no entendía el trecho que separaba los dos barrios, el nuevo y el viejo: en medio de los dos se extendían algunas largas y estrechas calles que no tenían aspecto de viejas y olvidadas, pero tampoco tenían pinta de ser jóvenes.
Desgraciadamente, hubo algo que no le gustó al entrar en el viejo: una sensación. Una sensación de bienestar, pero seguida de otra de repulso, como si algo dentro de ella quisiera apartarla de aquel hermoso lugar donde solo reinaba la paz. No lo entendió, pero intentó creer que era por culpa de su falta de información sobre todo aquel asunto, y se tranquilizó un poco.
Finalmente, tras cruzar algunas calles, encontró por fin la casa que buscaba. Era una casa antigüa, quizá la más antigüa de todo el barrio. Podría datarse de entre los siglos XVII y XVIII, pero no pudo asegurarlo porque el letrero estaba casi borrado y solamente podían leerse algunas letras como la X o la X seguida de una V. El caso fue que, cuando subió la escalinata ( eran cinco escalones de color blanco y circulares, como un abanico ), permaneció unos instantes mirando la puerta, antes de decidirse a llamar.
Poseía una fachada de lo más hermosa, la cual era de un color grisáceo con ciertos toques anaranjados, que dejaban al descubierto unos cuantos ladrillos. También era alta, a primera vista dejaba ver que tenía dos plantas, aunque en lo alto asomaba lo que parecía una terraza.
Tenía tres balcones, el central algo más alargado que los dos laterales, y antes de llegar a la entrada, había unas puertas de hierro con un pequeño camino que conducía a la puerta principal, rodeando antes una fuente de la cual no caía la más mínima gota de agua.
Morgana se enamoró nada más verla.
Llamó a la puerta y abrió una mujer mayor, rondaría los cincuenta y tantos, y preguntó qué deseaba.
- Estoy buscando a la señora Silvia, ¿ es esta su casa ? - respondió Morgana -
Y antes de que la anciana pudiese responder, unos pasos se oyeron a su espalda y una voz fémina y jóven que se dirigieron a la puerta.
- Matilde, ¿ quién es ? - preguntó la voz -
- Una muchacha que pregunta por usted, señora.
- ¿ Cómo… ? ¿ Una muchacha ? No será… ¡ Morgana !
Al ver a su sobrina se le iluminó la cara y en ella se dibujó una gran sonrisa de oreja a oreja, y salió inmediantamente para abrazarla.
- ¡ Cómo has crecido, parece mentira ! ¿ Cómo estás ?
- Bien, gracias.
- ¿ Cómo están tus padres, bien también ?
Tardó unos momentos en responder.
- Van haciando, ya sabes…
- Ah, ya… - la sonrisa se borró de su rostro y bajó unos centrímetros la mirada, como si supiese algo que Morgana ignoraba -.
- ¿ Cómo estás tú, tía ?
- Ahora que has llegado, mucho mejor. Pero anda, pasa, ya me contarás más adelante.
Entraron. Si Morgana se había enamorao del exterior de la casa, el interior la había embrujado: el largo pasillo era oscuro con cuatro puertas, dos a cada lado; éste se bifurcaba en dos: por un lado seguía su curso y por el otro se acababa en una sala grande donde había dos estanterías llenas de libros, dos sofás, una mesa con sus respectivas cuatro sillas, otra mesa de mayor alzada con una televisión en lo alto, y el suelo de tercipelo.
Siguieron el pasillo que ahora se erguía en unas anchas escaleras, de las cuales brotaba una alfombra de color rojo apagado, que iba subiendo conforme lo hacían las escaleras. Éstas terminaban la primara planta, la cual Silvia describió a su sobrina.
- ¿ Ves el primer pasillo ? Conduce a las habitaciones de los empleados y a dos habitaciones para invitados. El segundo pasillo lleva a una jardín con una pequeña fuente en medio.
Morgana escuchaba, pero también estaba prestando especial atención a una puerta vieja, la más vieja quizás de todas las que había visto hasta ahora en toda la casa.
- ¿ Qué hay detrás de esa puerta, tía ?
- Oh, esa puerta… em… nada. Nada de interés turístico, la verdad. - y rió por lo bajo como si esperase que su sobrina lo hiciese también - Bueno sigamos…
Continuaron subiendo y llegaron a la segunda planta, aunque las escaleras no acababan ahí. Tenía ésta un solo pasillo, que se alejaba y después daba la vuelta y regresaba al punto de partida. Caminaron por él y se detuvieron en la primera puerta.
- Esta la tenía reservada para ti - informó Silvia - la he mantenido limpia y ordenada para cuando llegase este momento.
La chica se sorprendió al escuchar eso, no entendía que quería decir con aquello.
- ¿ A qué te refieres con “para este momento” ? - preguntó intrigada -
- Pues… para… para cuando decidieses venir a visitarme, claro está…
Lo que sí estaba claro era que la tía Silvia o estaba algo loca, o sabía algo que no debía saber
Morgana pero que a menudo se le escapaba.
Abrieron la puerta. Era una habitación enorme, con una ventana y uno de los balcones. Junto a la ventana estaba situada la cama, que parecía de ensueño: como la de una princesa, un colchón a media altura que, sostenido por cuatro baldas, mostraban en lo alto un baldaquino hecho de madera, del cual caían unas bambalinas de color negro con los bordes blancos, y bajo ellas, unas finas cortinas que llegaban al suelo también del mismo color. Morgana no podía apartar la vista de aquel maravilloso mueble, pero se volvió a ver el resto de la habitación: junto al balcón se alzaba una gran vitrina con estantes vacíos que pedían a gritos que los libros los ocupasen, al lado de ésta un armario de madera brillante cuyo interior no era nada pequeño, y finalmente, lo que parecía un escritorio con su correspondiente silla corredera.
Morgana creyó estar en el paraíso.
- Es… - intentó decir sin poder pronunciar palabra - …es preciosa tía, no he visto nada igual en mi vida… Gracias.
- No hay de que, cielo. Sabía que te gustaría.
- Gracias, de verdad.
- Ahora acomódarte, llamaré a Matilde para que te ayude.
- De acuerdo.
Cuando la anciana Matilde llegó, encontró que Morgana ya había llenado medio armario.
Estuvieron poco rato, ya que la habitación permanecía limpia y ordenada como ya había dicho tía Silvia, así que solo colocaron la ropa que quedaba y adornaron un poco la estancia con objetos de Morgana.
- Niña Morgana, creo que ya es sufuciente.
- Si, yo también. Gracias.
La anciana le dedicó una leve reverencia y se marchó. Cuando lo hizo, Morgana sacó de la maleta el dibujo de Edgar, y lo colocó debajo de la almohada. Se quedó sentada en la cama un rato y después se tumbó. Intentaba no pensar en él, pero le resultava imposible. Apenas no lo habíha visto desde el día anterior, y ya sentía que algo le oprimía el pecho lo bastante como para hacerle daño, pero no lo suficiente como para matarla. Se le perdió la mirada y empezó a llorar.
- “¿ Por… qué… ?”. - suspiraba - ¿ Por… qué…?

Pasada una hora, Silvia, al ver que su sobrina no volvía, decidió subir a inspeccionar. Cuando entró en la habitación, la encontró en la cama dormida en posición fetal, protegiendo algo entre sus brazos apretados contra el pecho. Sin hacer ruido, se aproximó y se sentó en el borde. Comenzó a observarla, y se dio cuenta de lo que estrechaba. Al hacerlo, se percató que los óvulos inferiores de sus ojos estaban negros, lo que solo podía significar una cosa…. Con cuidado lo extrajo y lo miró. Lo comprendió al momento.
- Tranquila cielo, tranquila… - susurró mientras le acariciaba la cabeza suavemente con sus frías manos - …verás como todo sale bien.
Se levantó y salió de la habitación sin hacer ruido.

Morgana volvió a tener aquel sueño… pero esa vez la imagen no le llegaba desde sus ojos, sino que se veía a ella misma como si fuese otra persona quien la mirara. Era como si estuviera en el cuerpo de otra pesona que la estuviese mirando a ella.
Se vio entrar a la casa desde una ventana pequeña con barrotes en los que pudo distinguir que estaban retorcidos como escaleras de caracol. Se volvió y empezó a caminar hacia la puerta de la habitación, que estaba vacía, únicamente habitada por ella y una vieja silla con la anea rota y descolocada. Avanzó hasta llegar a ella e intentó abrirla, pero al parecer estaba cerrada con llave. Miró a un lado y a otro en busca de otra salida, pero en vano. De repente, como si de una alucinación se tratase, la imagen comenzó a retorcerse, las paredes se iban estrechando y todo daba vueltas cada vez más deprisa. Súbitamente cayó al suelo y justo antes de golpearse la cabeza, se despertó. Estaba cansada y le costaba respirar y al llevarse una mano a la cabeza descubrió que tenía la cara empapada en sudor. Intentó tranquilizarse y se fue al baño a echarse un poco de agua.
Al levantar la cabeza vio en el espejo reflejada, una delgada figura que no se movía. Asustada se dio la vuelta rápidamente, pero allí no había nadie. Estaba completamente sola, con las únicas compañías del sonido del agua cayendo del grifo y el batir de alas de algunos pájaros fuera. Trató de explicarse que sucedía y llegó a la conclusión de que todo era producto de su imaginación, alterada aún por el extraño sueño.
En aquel momento llamaron a la puerta y Morgana abrió. En el pasillo depié se encontraba el cuerpo de un hombre de unos cuarenta o cuarenta y tantos años que inclinó la cabeza en cuanto abrió. El hombre, mostrando todos sus respetos, se presentó:
- Señorita Morgana, soy Paul, el mayordomo de esta casa. La señora Silvia me manda decirle que baje a la sala de estar, alegando que desea hablar con usted.
- Me agrada conocerle señor Paul. Dígale a mi tía que bajo enseguida.
- Como guste la señorita.
Cuando el señor Paul se alejó unos pasos:
- Señor Paul - éste se giró para atenderla -, por favor, no me llame “señorita”, se me hace muy cursi…
- Gusta más que la llame “niña Morgana” ?
Morgana se lo pensó unos segundos, pero al final respondió afirmativamente con la cabeza.
- Si, eso está mejor. Gracias.
El señor Paul siguió su camino y no pudo evitar que se le escapase un sonrisa de los labios, ya que era la primera vez que alguien lo llamaba “señor Paul” y que lo hacía con educación, y también era la primera vez que le decían “gracias” por haber contentado a otra persona. Mientras bajaba las escaleras, soltó una corta y traviesa carcajada.

Morgana encontró a Silvia sentada en uno de los sofás de la sala. Tenía una sonrisa dibujada, pero no sabía muy bien por qué, tenía la pinta de ser forzada. Llamó a la puerta y Silvia le hizo un gesto para que pasara dentro. Cuando lo hizo, sintió algo extraño: notó como una brisa cálida la rodeaba, pareciendo una mano de alguien querido que le estaba dando la bienvenida. Avanzó unos pasos, se sentó en frente de ella, y la miró fijamente a los ojos.
- Buenos días - bromeó tia Silvia -
- Buenos días - respondió Morgana - El señor Paul me ha dicho que querías hablar conmigo.
- Así es, quería disculparme.
- ¿ Por qué ?
- Por no ir a recogerte a la estación, de verdad, lo siento, no he podido.
- No pasa nada, un descuido lo tiene cualquiera.
- Supongo que si… - Esto último lo dijo bajando la cabeza, en señal de que iba a continuar hablando, aunque su expresión y tono de voz pasaron a más serios - Morgana… también quería hablar contigo acerca de algo. Posiblemente las normas de esta casa no sean a las que estás acostumbrada en la tuya.
- Eso me lo había imaginado, sé que voy a tener que amoldarme.
- Está bien que pienses así, pero… puede que algunos aspectos del día a día aquí te parezcan extraños, tal vez creas que son sobrenaturales.
- Sobrenaturales - repitió estupefacta -
- Sé que no suena cuerdo, pero es la verdad. Muchas cosas que para ti son lo más normal del mundo, no lo son aquí, incluso puede que algunas de ellas nisiquiera se conozcan.
- No entiendo - aclaró moviendo la cabeza, confusa -
- Esa es una de las principales y más básicas normas de este lugar: no prestes atención a lo que a primera vista te impresione.
- ¿ Puedo saber por lo menos a qué se debe tanto misterio ?
Silvia separó los labios para decir algo, pero quedaron abiertos sin que de ellos proviniese el menor sonido. Al fin se cerraron con una lentitud moderada y unos minitus más tarde volvieron a despegarse para esta vez sí decir algo.
- Verás… no es fácil para nadie vivir así, ¿ sabes ? Siempre en tensión, con los nervios a flor de piel, sin poder tener seres queridos cerca porque sabes que en cualquier momento puedes hacerles daño…
- Tía, ahora ya no se ni de qué me estás hablando - la muchacha parecía alo enfadada -
- Te estoy hablando de aquello a lo que tú deberías tener… - no concluyó la frase. Era algo que percibió en la cara de su sobrina nada más comenzarla. No sabía a qué se estaba refiriendo - ¿ qué no sabes de qué te estoy hablando ? - su voz ahora se volvió casi un susurro, incapaz de ser reconocido -
- Lo siento, pero no, no lo sé.
Titubeó unos instantes. Acto seguido se levantó y se dirigió al armario, y de él extrajo un cajón que parecía lleno de papeles.
- Acércate un momento - pidió a su sobrina -
Morgana lo hizo y se colocó al lado del cajón. Efectivamente: estaba lleno de papeles, pero también había fotografías. Silvia pasó la mano dando vueltas por encima de todos aquellos papeles, como si buscara uno en concreto. Finalmente la detuvo encima de un sobre blanco, en cuya parte delantera podía leerse la palabra “Bathblood”. Silvia abrió el sobre y de él extrajo tres fotografías que, a pesar de su supuesta antigüedad, se conservavan en perfecto estado.
Hizo una seña a Morgana para que se sentara a su lado en el sofá de nuevo, y antes de cedérselas para que las examinara ella misma, le fue explicando algo de cada una.
- Ya que no sabes de qué trata todo esto, cielo, trataré de irte aclarando lo que no sepas. Y si tienes alguna duda, no dudes en preguntarme.
- De acuerdo.
- ¿ Ves esta ? - preguntó mostrándole la primera de las fotografías - Aquí se ve la casa desde una perspectiva algo más alta de la que podría ver una persona. Eso es porque la tomaron desde un árbol. - Morgana no recordaba haber visto ningún árbol, por lo menos no uno que estuviese tan cerca -
- ¿ Quién es la niña de la foto ? - preguntó. En la puerta de la casa, había una niña pequeña vestida con lo que parecían un vestido y una chaqueta. No sabía de que color, puesto que la foto era en blanco y negro -
- Esa soy yo, cuando tenía cinco años. ¿ No te parece ridículo ese lazo de la cabeza ? - Morgana advirtió que efectivamente, su tía tenía rodeada en el cabello una especie de cinta con un lazo enorme en lo alto de la cabeza. Y no pudo contenerse…
- Me parece horroroso.. - dijo con voz ronca y cortante -
- ¡ Menos mal ! A mi también.
- Aunque… mirándolo mejor, estás muy mona - ambas riéron a la vez -
Morgana se sorprendió, pero no dijo nada. Acababa de darse cuenta de algo: era la primera vez que se reía desde hacía mucho tiempo.
- ¿ Po… podemos pasar a la siguiente foto ? Me ha picado la curiosidad…
- Claro, mira. Aquí salimos tu madre y yo en nuestro cumpleaños - olvidé mencionar que tanto Silvia como Érika, aunque no eran gemelas, nacieron el mismo día -
- ¿ Todos esos paquetes eran regalos ? - preguntó asombrada, apuntando la foto con el dedo -
- Algunos. Otros eran solo adornos para la foto y la fiesta.
- ¿ Y cómo sabíais cuéles eran los que podíais abrir ?
- No lo sabíamos. Muchas veces, tu madre o yo cogíamos uno y lo abríamos, y a menudo nos llevávamos la sorpresa, nunca mejor dicho.
- ¿ Y por qué hacían eso los abuelos ?
Silvia permaneció pensativa unos momentos, después contestó.
- La verdad, nunca lo pregunté.
Se sorprendieron riendo de nuevo.
- Pasemos a la última foto, es mi favorita - advirtió Silvia -
- ¡ Pero si soys las dos ! Pero… ¿ estáis en un evento especial ?
- Em, si. Era la boda de un primo nuestro y bueno… - aparecían las dos hermanas vestidas con una faldita lisa con los bordes en flores y una camisa con cuello de pico y botones en forma de estrella - creeme: prefiero ésta a la de la fiesta.
- Si: creo que yo también. - Y rieron por tercera vez -
Cuando terminaron de verlas volvieron a guardarlas en el sobre, pero esta vez Morgana tuvo que preguntar.
- Tía Silvia, perdona la curiosidad, pero… ¿ qué es esa palabra del sobre ?
Silvia enmudeció de repente. Se quedó sin saber qué decir, no supo responder.
- Morgana… - respondió con voz pausada - ya te he dicho antes que algunas de las normas que deberás acatar aquí serán diferentes.
- Si, lo recuerdo.
- Pues bien. Entre esas nuevas normas se encuentra la siguiente: no preguntar, investigar o curiosear sobre nada de lo que no te hayas enterado por mi misma. ¿ Entendido ?
Morgana palideció aún más tras escuchar a su tía. ¿ Qué le ocurría ? ¿ Estaban riéndose, conociéndose un poco más la una a la otra y de repente, le hablaba así ?
- Yo… lo siento tía, no pretendía… no pretendía ser indiscreta, ni molestar, yo solo… lo siento…
- Si yo lo considero oportuno te enterarás de algunas cosas, sino, no. ¿ Queda claro ?
- Si, claro… - la pobre muchacha se había quedado parada de tal modo que incluso se le olvidó que estaba allí sentada. En cuanto volvió en si se levantó y empezó a andar y dudó si girarse para decirle algo a Silvia, pero prosigió su camino -