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Solitaria, pensativa, divertida en mayor o menor medida, gusto por escuchar, leer, escribir, escuchar música, imaginar, sentir.

jueves, 12 de diciembre de 2013

El arte según un ewahita

La muerte no es el precio que un artista paga por ser feliz. Un verdadero artista está condenado a vagar sin rumbo fijo aunque su día a día se resuma en una sencilla rutina. El corazón de un artista se duerme todas las noches apaciguado y se despierta cada mañana al borde de una taquicardia, eufórico. Su mente no descansa nunca. Incluso cuando no está, está. Siempre maquinando cosas nuevas, siempre creando, siempre innovando. De ahí que el mayor epicentro de creación radique en esa parte pueril de la sociedad conformada por infantes. Ellos, los inocentes. Los que no tienen límites, los que no conocen el miedo. Los que ponen su alma entera a la hora de intentar alcanzar un sueño. No como los adultos quienes, movidos por tantas preocupaciones que les roban la energía y el espíritu y que al final nunca suceden, se esconden tras una fachada de formalidad y monotonía que los asfixia. Pero es el precio que pagan para ser felices. Los artistas no. Los artistas no son felices. A ojos externos los artistas se dejan llevar por sus emociones y explotan sus sentimientos, y eso les hace felices porque hacen lo que les gusta. No, no. Nada más alejado de la realidad. Los artistas no son felices porque no pueden ser felices. ¿Cómo pueden ser felices si jamás logran satisfacer sus ansias de perfección? ¿Cómo sonreír plenamente si en realidad no hay motivos para sonreír? ¿Cómo pretender que un día de lluvia sea triste si en el corazón de un artista se está librando una batalla? Él después pintará un cuadro para desahogarse, pero quienes lo vean jamás llegarán a comprender la verdadera angustia que le oprimía el pecho mientras empuñaba el pincel y la paleta. El público jamás entenderá a los artistas, por eso precisamente son artistas. Porque crean, porque deben crear, porque necesitan crear. Los artistas jamás llegarán a nada porque jamás llegarán a ser nada. Un artista sabe que esa incomprensión, que ese rechazo, que esa locura que lo acompañarán toda la vida serán el precio a pagar por ser quienes quieren ser... Pero jamás lo conseguirán. Ése. Ése es el precio que un artista se ve obligado a pagar por ser feliz. La vida. No la muerte, sino la vida.

viernes, 22 de noviembre de 2013

La piedad es un arma de doble filo (fragmento)

Tras un nuevo parón por mi parte aquí traigo otra hazaña de Elizabeth. En este caso el día de la boda real hubo un ataque rebelde que se saldó con innumerableles muertos y heridos. Estos últimos acuden en masa a lugares donde son bien recibidos y el convento es uno de ellos. Allí Elizabeth tendrá un encuentro con una mujer muy peculiar. Os dejo el link como hice con el anterior post. Espero que os guste ^^



* * *


Antes de morir mi padre escribió una carta. En ella le confesaba a mi madre su profundo asco hacia ella por lo que hacía cada noche cuando él y yo dormíamos en nuestras camas, solos los dos. En esas líneas torcidas por la rabia y el dolor pude leer cómo vagamente le susurraba un “te quiero, pese a todo” soplado con pigmentos de color negro como seguramente debiere estar su corazón en el momento de empuñar la pluma. No decía más. No decía menos. Decía lo que tenía que decir y cómo lo tenía que decir; los sentimientos ya eran historia. Ella se los había matado. Mi madre no era mala persona, o al menos eso creí hasta esa noche en la que todo sucedió. Ella se levantó de la cama y me despertó al bajar las escaleras. La seguí incluso fuera de la casa, fuera del barrio, casi fuera del pueblo. El burdel. Mi madre iba cada noche a vender su cuerpo a los desconocidos a cambio de un dinero que servía para calmar el hambre por unas horas hasta el día siguiente. Pero mi padre trabajaba duramente de sol a sol todos los días de la semana a veces incluso sin descanso. Se esforzaba. Era un hombre rudo que no sabía nada de política ni de modales, pero la verdadera reina de Bagarok era mi madre. No le faltaba de nada, o quizá tanto se esforzaba mi padre en darle lo material que se olvidó de lo sentimental. A mi padre le dolió más el golpe en el orgullo por trabajar más y conseguir menos que el engaño en sí. Pero ya daba igual, ya no importaba. Cuando mi madre volvió a casa esa noche mi padre la estaba esperando. Yo, agazapada en la penumbra que me brindaba la escalera, fui testigo del juicio al que se sometieron ambas miradas cuando se encontraron. Ella reprochaba falta de cariño. Él respeto. Ninguno dijo nada. Ninguno tenía la culpa y ambos fueron culpables de todo. Esa noche la deuda se saldó con sangre, pero la carta sobrevivió escondida bajo mis ropas. Años después continuaba leyendo la carta de mi padre de vez en cuando, cuando, tal vez, necesitaba comprobar una vez más que de verdad todo sucedió, que todo fue real. Que vi a mi madre con el cuello rasgado y a mi padre con el corazón atravesado.

Suspiré y cerré los ojos ante una nueva oleada de gritos de dolor. Muchos de los refugiados que se guarecían en el convento presentaban características similares a esas heridas que yo recordaba como si las viera desde que abría los ojos hasta que los volvía a cerrar. Esa misma mañana, de madrugada, otro hombre había sido llamado al más allá herido de un lanzazo en el pecho y yo no pude por menos que correr a mi habitación, encerrarme un rato allí y morder la almohada para no echarme a gritar. Pasaron tal vez un par de horas desde que cerré la puerta hasta que se volvió a abrir otra vez. En el transcurso de ese tiempo lloré, pensé, leí una y otra vez la carta de mi padre y reflexioné. Por más veces que la leyera –ya me la sabía de memoria- no podía sentirme culpable de hacer lo que hacía por las noches. Yo no era como mi madre. Yo no tenía una familia que mantener ni un hijo al que cuidar. De haberlo mantenido conmigo las cosas podrían haber sido muy diferentes. De verdad que sí.

Salí de la habitación porque cuando desplegué el maltrecho papel para volver a leer lo que ya sabía una voz a lo lejos llamó mi atención. Alguien estaba cantando en medio del dolor. Me sorprendí tanto que no supe si alegrarme o llevarme las manos a la cabeza, pero dado que nadie más lo hizo decidí salir a ver qué estaba ocurriendo. El sonido de la puerta al cerrarse retumbó en mi espalda y me dio impulso para echar a andar. Antes de llegar al lugar del que provenía la melodía me aseguré de limpiar mis ojos por si resquicios de lágrimas quedaban en ellos. Elizabeth no lloraba. Elizabeth dejó de llorar mucho tiempo atrás.

No tardé en llegar ya que los refugiados se contaban por decenas y lo ocupaban casi todo. Cada paso que daba me acercaba más a la voz, hasta que divisé una figura sentada al lado de un niño. A él lo vi, pero a ella no le pude ver el rostro. Sí, lo que había escuchado era una voz femenina y, efectivamente, su dueña estaba allí. De espaldas y con un cabello inusual cayendo por su espalda. El niño parecía sufrir un éxtasis y decidí dejar que terminara. Aunque fuese algo malo, si por un rato conseguía despejar los miedos, no podía ser tan malo. Cuando su canto finalizó me acerqué a ella con pasos lentos.

-¿Quién sois vos? –le pregunté estando ella aún de espaldas.


No sabía qué rostro podía tener esa voz, pero a juzgar por su dulzura y su inusual apariencia no podía ser desagradable. 

martes, 8 de octubre de 2013

Conversación

-Buenas noches, Cohen.
-Buenas noches, jefe Jaworski.
-¿Cómo le ha ido hoy en el servicio?
-Bastante bien, la verdad. ¿Qué tal le ha ido a usted? *el tono de su voz es, quizá, más ahogado o hasta apasionado que de costumbre*
 -Papeleo - contesta sin más, soltando un suave y resumido suspiro, indicando cuánto le gustaba dicho trabajo -. Deberían permitirnos colocar a alguien que se encargue de eso.
-Becarios, tal vez. O una secretaria *frunce el ceño, se lame los labios y saca la cajetilla de tabaco, ofreciéndole al jefe primero con un alza de cejas*
*Kolek Jaworski acepta el cigarrillo, no sin observar con esa mirada analítica la lengua de su subordinado: - Gracias. El problema es encontrar alguien de confianza para el cargo; por algo somos pocos en esta sección - comenta mientras busca su mechero en el vaquero, el cual usa y luego tiende a Cohen.
*No puede evitar seguir con la mirada las manos que de alguna forma acarician esa zona tan deseada. Al coger el mechero, le roza suavemente los dedos; lo justo para sentir, para que no llame demasiado la atención, insinuante* Si usted quiere, a mí no me importaría quedarme un rato más... por las noches. Adelantando cosas *le sonríe, seductor*
*A Kolek ni se le pasa desapercibido el roce, ni lo ignora, pero hace como si no le ha sentido, tan sólo guardando el instrumento cuando vuelve a su poder: - Sería una buena opción, además de una buena manera de mostrar su entrega al... cuerpo, Cohen - llevó el cigarro a sus labios y dio una calada -. Al menos mientras encontramos alguien que haga el trabajo sucio.
*Sonríe, da una calada, exhala el humo y lo mira* ¿A qué cuerpo? *susurra, oscuro, con una ceja levantada y mordiéndose la punta de la lengua. Una ínfima sonrisa acompaña su expresión*
* Kolek Jaworski alza una ceja, sosteniendo el cigarro a escaso centímetro de sus labios: - El de policía, Cohen, ¿qué otro iba a ser? - y dio la calada que se había quedado a medio camino.
*Se muerde el labio y esta vez no se molesta en disimularlo. Sencillamente, es incapaz de hacerlo* Claro. El de policía, sí... *lo mira de arriba a abajo fugazmente, da una calada profunda y se acerca unos pasos a él, como quien no quiere la cosa pero sabiendo que se va a dar cuenta* Me gusta muchísimo el cuerpo. ¿A usted no?
* Kolek Jaworski le observó acercarse, aunque no se inmutó. No se iba a amedrentar, desde luego que no, de hecho el impulso que tuvo fue el de agarrar a aquel hombre y estamparlo contra la pared para encarcelarlo con su propio cuerpo. Pero Kolek tenía experiencia en controlarse y, por muy atractivo que fuese aquel hombre, aún tenía que demostrar su valía: - Si no me gustase no llevaría décadas en él, Cohen - anotó tirando la colilla al suelo y apagándola con su zapato -. Buenas noches, Cohen; nos vemos mañana.


jueves, 12 de septiembre de 2013

Cosita

Hace MUCHO que no subo nada y esto no es precisamente largo ni decente, pero se me acaba de ocurrir y lo he escrito pensando en ponerlo aquí. Espero que os guste ^^



Una vez conocí a un hombre tan siniestro y misterioso como un gato en la penumbra. Como una noche cerrada con finos reflejos de luz lunar, o como una chimenea encendida que susurra nombres de bosques lejanos. Pero, al mismo tiempo, tan interesante que mis ojos se perdían en su mirada, en su cuerpo, hasta en su forma de andar o de sonreír. 

sábado, 6 de abril de 2013

Rebeka


Sé que llevo tiempo sin escribir, lo sé y lo siento, pero he estado liadilla con otras cosillas y no se me ocurría nada que escribir. Esta mañana me he puesto a teclear y al final me ha salido esto. Espero que os guste ^^



Una tarde como otra cualquiera en París. Las calles se abarrotan de mendigos que piden limosna en la puerta de las iglesias y los comerciantes van y vienen en busca de nuevos contactos y mercancías. Las clases más pudientes, sobretodo señoritas, se pasean bajo sombrillas que impiden que sus teces se tuesten más de lo políticamente correcto. En una esquina hay una puta sobándose con un par de buenos mozos y una calle más allá hay un muchacho tocando el acordeón por unas monedas. En su estuche: apenas dos francos, un diente y un retrato de la que posiblemente sea su amada. Y en un callejón algo apartado, bajo un letrero medio caído que se choca contra la pared cuando sopla el viento, hay una librería no demasiado conocida donde Rebeka compra un diario por un módico precio rebajado gracias al buen humor que sus pechos le provocan al vendedor. Rebeka deja caer la moneda sobre el mostrador, le dedica una sonrisa fatal al hombre gordo y baboso y se guarda el diario bajo la chaqueta. Al abrir la puerta para marcharse, puede escuchar cómo el hombre susurra que le encantaría volver a verla. Rebeka no se da la vuelta para responderle. Rebeka no escucha. Rebeka ya ha dejado el callejón atrás cuando el varón se recupera de su éxtasis visual y la maldice por haberle engañado al pagarle con una chapa de cerveza.

Rebeka camina por las calles de París. Cuando el cegador sol primaveral se lo permite, mira al cielo y recuerda su niñez en su casa de Vichy, donde se tumbaba con su hermano en el césped del jardín y jugaban a adivinar las formas que tomaban las nubes que pasaban sobre sus cabecitas. Sonriendo, comprueba que una pequeña nube rota por el alto techo de Notre Dâme simula una flor de pétalos voluptuosos y, seguramente, allá en su imaginación, colores vívidos y alegres. Rebeka detiene sus pasos. Delante, los gritos de una mujer desgarrada por el dolor alertan a los transeúntes de que su hijo a muerto al no haber superado unas altas fiebres que lo tenían en cama desde hacía una semana. Rebeka escucha como un hombre, tal vez familiar del niño fallecido, le explica a, posiblemente, un amigo, que ha sido una fiebre normal y corriente que necesitaba únicamente de unas hierbas para ser combatida. Unas hierbas cuyo precio, obviamente, no han podido permitirse. Rebeka agacha la cabeza y sigue adelante, sintiendo sus ojos humedecerse cuando la madre libera un llanto justo a su paso y éste se le clava en el alma. Rebeka no vuelve la vista atrás. A Rebeka la acaba de venir un recuerdo doloroso a la mente y ya no recuerda ni quién es durante unos segundos.

Al cabo de unos minutos Rebeka llega a su casa. No es más que un cubículo viejo, húmedo y sucio, pero ella se encarga de tenerlo, al menos, presentable para sus clientes y hasta para ella misma, para recordarse de vez en cuando que todavía es persona y no caer en la locura. Rebeka abandonó su casa algunos años atrás movida por el morbo y la arrogancia y ahora, después de haber vivido lo que quería, sabe que, aunque a veces llore, no ha podido tomar una mejor decisión en su vida que la de marcharse y entregarse a los placeres y tentaciones de la prostitución. Rebeka cuelga la chaqueta en el viejo perchero colgado detrás de la puerta, ya cerrada, y abre el diario. Ya lo ha visto en la tienda, pero antes de sentarse a escribir prefiere oler sus páginas casi amarillentas una vez más. Hmm... Olor a sabiduría. Rebeka se sienta en una pequeña aunque cómoda silla frente al escritorio y, mojando la austera pluma en el tarro de tinta, y con letra angulosa, empieza a escribir.



23 de abril del año 1800, París.



Me llamo Rebeka, y soy prostituta. Hace ya varios años que me dedico a esto y he de decir que no me siento desgraciada de hacer lo que hago, es más, me siento bastante orgullosa de haber tenido el valor de tomar la decisión que tomé la noche que decidí abandonar mi casa, mi familia y mis amigos de Vichy, mi ciudad natal, para venirme a París, cuna de todos los sueños rotos. Vivo sola en una pequeña habitación alquilada a un matrimonio mayor al que, salta a la vista en sus caras y su forma de tratarme, no le hace mucha gracia mi profesión, pero jamás me han negado el atraso de un pago ni me han dedicado una mala palabra. Supongo que, a fin de cuentas, todos tenemos secretos y el dinero es un gran aliado cuando el temor a que se descubran es mayor que la seguridad de saberlos bien ocultos.

Como ya he dicho, provengo de Vichy. Nací en Vichy un 14 de octubre de 1777, como es costumbre, en mi casa, frente a una chimenea y junto a una comadrona que acompañaba a mi madre en el parto. Vine al mundo sana y fuerte, según me contaron, con ganas de dar guerra -Rebeka ríe al escribir esto y leerlo con la voz de su madre-. En casa éramos cinco: mis padres, Amy y François , mi hermano mayor, Jerôme, yo, la mediana, y Geneviéve, la pequeña. Cuando me fui de casa era apenas un bebé, ahora tendrá casi seis años. Todo había sido siempre feliz y pacífico, lleno de risas y buen ambiente, hasta que un día Jerôme se echó su primera novia. Empezó entonces a volver tarde a casa, a contestar mal a mis padres, a hacer, básicamente, lo que le venía en gana. Y a mí, entrando entonces en la adolescencia, me pareció divertidísimo. A mis padres no tanto, y terminaron echándolo de casa. Yo, a escondidas, me escapaba a verle porque lo quería muchísimo y no soportaba estar sin él. Estábamos tan unidos que muchos se sorprendían de que no nos peleáramos como era común en hermanos tan jóvenes. Jerôme era tan especial que muchas de las veces que me escapé acabó enseñándome cosas de índole sexual que fueron las que me despertaron las ganas de sentirme deseada. En el hipotético caso de que hubiese que buscar un culpable a mis acciones, sería él. Pero yo lo hice porque me dio la gana, de lo contrario jamás habría vuelto. Jerôme jamás me obligó a ir a esos lugares. Fue esta, mi cabeza, la que maquinaba durante el día y ejecutaba por la noche. Cada vez me escapaba más y más seguidamente hasta que, como era de esperar, mis padres me pillaron. Todavía recuerdo la sombra de mi padre a la mañana siguiente diciéndome de todo sin palabras, señalándome la puerta de la calle con el índice y el brazo extendido, dándome la espalda. Mi madre lloraba en un rincón con un retrato mía en su regazo, y de cuando en cuando la estrechaba contra su pecho. Geneviéve lloraba en la cuna. Jerôme yacía muerto con el cuello rajado debajo del puente, tal vez ya se lo hubiera llevado la corriente. Sin mucho más que hacer o que decir recogí unas cuantas pertenencias, no demasiadas, y salí de mi casa para no volver. Extrañamente, aunque repudiada por mi familia, no me sentía mal. Me sentía dolida, sí, pero no como para echarme a llorar a la desesperada, sino como si mi perro de toda la vida hubiera muerto de hambre o de frío. Estaba mal, mas no sin esperanza.

Eché a andar por la ciudad. Algunas personas me reconocieron y señalaron, y apartaron la vista de mí cuando las miré. Valiente cobarde el que juzga habiendo sido juzgado -Rebeka ríe otra vez, ahora alargando la risa unos segundos-. Llegué a un punto donde la ciudad se terminó y el campo se abrió ante mí. Caminé por la tierra unas horas hasta que una carreta tirada por un asno y conducida por un señor me preguntó si me dirigía a París, su destino. Por unos momentos lo pensé, pero luego me pregunté, "¿por qué no?". París, París, la capital más hermosa y famosa del mundo (o al menos eso pensaba yo a mis diecisiete años), y me subí a la parte trasera de la carreta. Horas más tarde, ya de madrugada, Notre Dâme se irguió majestuosa ante nosotros. Bajé de la carreta y me quedé embobada viéndola. Entonces, ese hombre me abrazó por detrás y me preguntó si quería pasar la noche con él. Al contrario de lo que me esperaba no me asusté, sino que noté humedad entre mis piernas y acepté de buen grado. Entramos a la posada, me quitó la ropa con ansias, me hizo gritar con furia y a la mañana siguiente se fue dejándome el dinero sobre la mesita de noche. Y así fue como empezó todo -Rebeka muerde la punta de la pluma y se relame después, sonriendo con malicia-. Busqué trabajo en varios burdeles pero muchas de las chicas me rechazaron por saber demasiado a mi corta edad y por quitarles la clientela al ser más joven y bonita que ellas, ya demasiado mayores para los caprichosos falos con músculos que las frecuentaban. Por suerte, pude ahorrar lo suficiente como para “independizarme” y buscando y buscando encontré la habitación que este matrimonio me alquiló a un precio bastante, debo reconocerlo, asequible para mí, cosa que siempre les agradeceré. No hablan mucho. A él sólo lo he visto dos veces, y ha sido a través del ventanuco superior de la puerta cuando ha venido a cobrarme (y ha sido cuando la que no ha podido venir a cobrarme ha sido ella). Se me ha olvidado mencionar que viven en la planta baja. Quizá sea por eso que me miran con mala cara -Rebeka suelta una carcajada. Es más que obvio, ya que a veces se lleva a los clientes allí cuando ellos no tienen un lugar en el que yacer. Rebeka suspira, y termina su entrada en el diario-.

Vivir sola en París y dedicarme a la prostitución me ha enseñado que hay muchas caras en una monedas y no solamente dos como se piensa. Tal vez y por eso, sea que hay distintos tipos de monedas. Y yo sé bastante de monedas.


Rebeka.



Rebeka sopla para secar la tinta de su firma, devuelve la pluma al tintero y cierra el diario; lo guarda en el único cajón del escritorio. Rebeka suspira. Rebeka apoya los codos en el escritorio y se sirve de sus manos entrelazadas como soporte para su barbilla. Entonces Rebeka hace un repaso rápido por esos años de su vida en los que fue completamente feliz rodeada de sus seres queridos. En el diario no lo ha dicho, porque le duele demasiado, pero una vez tuvo un aborto cuando un cliente insatisfecho a causa de una gran borrachera que le impidió endurecerse la golpeó en el estómago con fuerza. Por eso ha llorado al pasar al lado de esa mujer en la calle, porque, aunque jamás ha abrazado a su pequeño, sabe lo duro que es perderlo.

Rebeka cierra los ojos durante unos minutos, quedándose inmóvil. Rebeka abre entonces los ojos y mira el reloj. Las nueve y media. Es hora de que Rebeka cambie su indumentaria, se maquille y salga a recorrer las calles de París como cada noche desde hace ya seis largos años. ¿Seis años, ya? Hay que ver, lo lento que pasa el tiempo para los muertos de hambre aun cuando éstos son tan soñadores como los ricos.

Rebeka vuelve a ponerse la chaqueta que descuelga del perchero y cierra la puerta tras de sí. Al bajar las escaleras se encuentra cara a cara con su casera, la cual está barriendo la puerta y la mira fríamente. Rebeka le dedica una sonrisa afable y pasa a su lado diciendo "Buenas noches, madame", pero la  madame no contesta. A Rebeka la ilumina la luz de la luna. Echa a andar y sus tacones resuenan en el empedrado parisino. Unas calles más abajo la llaman desde un callejón y ella acude, soltando los primeros gritos fingidos y ganando los primeros francos de la noche. Rebeka es una rosa. Y las rosas tienen espinas.

lunes, 11 de febrero de 2013

Enlace a la historia de Clarissa


Vengo a deciros algo sobre Clarissa.
He pensado que sería mejor dejaros el link de la página donde se lleva a cabo la historia de Sor Beth con el príncipe (ya he posteado un par de cosas sobre ellos) en lugar de estar subiendo cada respuesta mía, porque sin las suyas no entenderéis la historia.

http://talesofbagarok.foroactivo.com/t169-secretos-y-conjuras-oliver-posible-18

Si no sabéis lo que es un foro de rol, es un foro basado en la narración, es decir, yo me creo un personaje y junto a otros personajes manejados por otras personas llevamos a cabo una historia a través de la escritura. Básicamente, como si escribiésemos un libro entre varias personas. Tales of Bagarok está ambientado en la Edad Media y se sitúa en Bagarok, un reino ficticio ubicado en Inglaterra.

En este caso concreto, Sor Beth (Clarissa) creía que el príncipe, Oliver, sabía quién y qué era ella, pero resulta que no. Él sí sabía que había una monja puta, pero no que era ella concretamente. Así pues, cuando ella ha llegado toda suplicante con el tema de la revolución como excusa han chocado, y se ha liado la de Dios. Obviamente, ella va a defederse xD

Espero que os guste si lo seguís ^^
Gracias por haberlo leído hasta ahora :)

lunes, 28 de enero de 2013

Cruel destino


     Te vi caminar por aquel sendero con tus pies de marfil desnudos sobre las hojas secas. Tu cabello caía por tus hombros y tu espalda como una cascada que imitaba El salto del ángel movido por el viento.
     Te llamé varias veces, pero no respondiste. La sombra que gobernaba tu corazón tenía más fuerza que yo mismo que siempre procuré tenderte un rayo de luz cuando te hacía falta. Me empeñé en mantenerte con vida tan desesperadamente que olvidé que no eras para mí, y terminé enamorándome de ti. Pero cuanto más recuerdo tu partida más me pregunto si en realidad no me enamoré de un sueño, de una ilusión de una vida contigo. Me enamoré de una esperanza que sólo existió en mí, en mi corazón. Me enamoré de tu sonrisa imaginaria, de tus caricias anheladas y de tus besos necesitados. Y lo sé porque desde que te conocí nunca te vi sonreír, ni acariciarme ni besarme. Sólo mirabas al infinito y te preguntabas qué habría más allá de aquel sendero maldito.
     No sé si volverás, pero si lo haces aquí estaré yo, consolándome con una nueva esperanza: la de volver a verte algún día.  

jueves, 10 de enero de 2013

El fin de un vuelo (final)

Bien. Supongo que el estar deprimida hasta la médula y a la vez rebosante de ideas romántico-eróticas tiene resultados tales que así xD
Si leísteis más abajo, posteé la historia de Donovan, el Halcón. Esta mañana me he emparanoyado a lo grande y al ver una fotografía de dos caballos en la nieve se me ha ocurrido esto. No es ni más ni menos que un final que se me ha ocurrido para su historia. Durante ésta, Donovan conoce a Angel y, tras mucho, se terminan enamorando.
Espero que sea de vuestro agrado. 

Runa y Averno


Mientras tanto, en las nevadas montañas del norte, Averno galopaba junto a Runa. No hay que preguntarse por qué llegaron hasta allí, ni cómo. Hay que preguntarse qué hacían allí, dos caballos sin jinete galopando a través de la nieve y dejando una estela de huellas imborrables a su paso. Hacían lo que, en vida, sus dueños nunca pudieron saborear. Ser libres. Ser completamente libres y disfrutar de su mutua compañía y afecto. Levantaban la nieve con sus cascos, saltaban dunas heladas, provocaban ecos con sus relinchos y volaban junto al gélido viento que siempre los acompañaba. No tenían frío. Tampoco hambre, ni siquiera sed. Sin jinetes, ya no eran caballos de guerra. No eran esclavos. Eran caballos salvajes, sin cadenas. No necesitaban nada más que su libertad para vivir. Tal vez fue obra de la magia. O tal vez no. Se querían. Se querían y se necesitaban como sus dueños. Y no se separaban jamás.

Una mañana en la que el sol brillaba más que otra veces, se acercaron, al paso, a una roca que sobresalía muy por encima de las demás. Debajo había oscuridad, un pozo sin fondo. Pero no importaba, había espacio de sobra para los dos. Despacio, se aproximaron hasta el filo provocando vaho con su respiración. Al detenerse, ambos miraron al infinito. Todo era tan hermoso que parecía imposible que una guerra de tales proporciones acabase de terminar. Había luz, había calor, había vida. Y ambos lo sabían. Averno era el más adelantado. Runa relinchó suavemente, como hacía Angel cuando quería llamar a Donovan cariñsoamente. El frisón giró la cabeza y Runa se acercó, pasándole su hocico gris por debajo del suyo azabache, una caricia cariñosa. Averno pegó ambas frentes, como hacía Donovan con Angel para contemplar sus atrayentes ojos negros. Era un caballo, pero casi sonrió. Y Runa también. Y Donovan y Angel, dondequiera que estuviesen, también tenían sus frentes pegadas y sus sonrisas decorando sus labios. Se besaron, y se desvanecieron.  

miércoles, 2 de enero de 2013

Secretos y conjuras (fragmento)

Lu, me pediste más sobre Clarissa. Aquí traigo algo nuevo ^^
Explico: Elisabeth (anteriormente Clarissa) es una monja con una doble vida: por el día, finge ser una monja más del convento para poder tener un lugar en el que comer y dormir; de noche, se va al burdel a ejercer como prostituta. Parece ser que han llegado rumores a oídos del príncipe, y en un ataque de miedo Elisabeth va a verle. Tras unas palabras, esto es lo que ocurrió. Espero que os guste.




En un principio, creí haberlo hecho bien. Se notaba que era un príncipe, mas tenía la esperanza de conseguirlo. El corazón se me paralizó cuando dijo que me conocía. “Por supuesto que me conocéis... por eso estoy aquí.”

-Sois muy amable, alteza, muchas gracias... -dije sonrojándome, con una reverencia. Pero de pronto...

Un puñetazo en la garganta. Esa fue la sensación que apresó a mi cuerpo tras sus palabras. No había poder en el universo en ese momento capaz de devolverme aunque fuese un poco de calma o serenidad. Todo había salido bien hasta que fui tan estúpida de decir mi nombre. Dioses, cómo había podido ser tan estúpida... Mi nombre era el mismo en el convento y en el prostíbulo, pero jamás pensé que alguien se tomaría mi “mote” tan en serio. De hecho, jamás pensé que mi gran secreto llegaría tan lejos. La mentira que había sido mi vida y el engaño que ahora la gobernaba me habían enseñado muchas cosas, pero por alguna razón que en aquel momento me fue imposible establecer había cometido un error que iba a costarme la vida. Sí, dentro de mí, muy dentro, sentí que ya no tenía escapatoria. Mi respiración se tornó un huracán al que dediqué gran parte de mis fuerzas mentales para tratar de disimularlo, aun si saber sin lo había logrado o no. Por todos los dioses... Mi mente se había quedado en blanco, completamente en blanco, sólo excusas baratas o explicaciones inmediatas aparecían en ella. Sin embargo, gracias a un pequeño ápice de lucidez que se apiadó de mí fui capaz de caer en que no podía hacer eso. No podía intentar defenderme con argumentos simples y poco elaborados porque entonces me estaría poniendo en evidencia. “Eh, no, no, yo la conozco, pero no soy yo...” había sido una de esas excusas. Por Cavardian, Elisabeth, no te falles ahora. Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies.

Respiré lo más naturalmente que pude. Si ese príncipe arrogante era lo suficientemente terco como para no creer los argumentos que se estaban forjando en mi cabeza mientras trataba de ganar tiempo con miradas de asombro y hasta de ofensa, entonces tenía reservada bajo el hábito mi gran golpe de gracia. Después de eso, no quedaría nada más que la fecha fijada de mi ejecución. 

Un respingo sonoro fue mi reacción ante el portazo que dio. Semejante actitud no podía reflejar otra cosa mas que su furia y su oposición contra ese tema. No creía en los rebeldes, pero yo sí. Tal vez no era una de ellos, pero los había atendido en secreto junto a las demás hermanas cuando, muertos de hambre y de frío o bien heridos, acudían en busca de la caridad de los dioses que parecían haberse olvidado de ellos. Si el príncipe decidiese creer en su existencia, se daría cuenta de que yo estaba intentando hacernos un favor a los dos. Un momento. Una favor... un favor que nos beneficiase a ambos... ¡eso es! ¡Un pacto! De pronto, una media sonrisa se dibujó en mi rostro reflejando el haz de esperanza que nació en mi interior. Si la lencería no era suficiente, ya sabía cómo utilizarla para hacerle ceder. Pero primero, tenía que intentar salvarme.

-Al-al-alteza -tartamudeé. -por Cavardian... ¿Cómo podéis acusarme de algo así? ¿Qué pruebas tenéis en mi contra? -fue mi primaria respuesta ante sus acusaciones. Sabía perfectamente que podía tomarlas como una provocación o, incluso, como una traición basada en el engaño, pero no me importaba. Tenía que sacar tiempo de donde fuere mientras mi cabeza seguía maquinando. Me aferré al crucifijo.

Mas mi esperanza se marchitó cuando el tono de su voz se elevó de tal manera que daba a entender que no aceptaría nada más que lo que dictaran sus órdenes. Y éstas habían sido bien claras. Comencé a caminar hacia atrás cuando se acercó, trastablillando por debajo del inmenso hábito. Fueron sólo unos pasos hasta que me choqué contra una mesa, pero se me hicieron agónicamente interminables. Un sudor frío comenzó a hacer acto de presencia en mi piel, dándole un brillo anormal. Dioses, debía mantenerme serena aunque fuese lo último que hiciese. Debía distraerlo como fuese, de modo que abordé nuevamente el tema de la revolución. Bajo esa mirada penetrante suya, la soledad de la estancia se incrementaba con una brutalidad peligrosa. Su propia cercanía era peligrosa... pero, de alguna forma, su rostro me resultaba atractivo y de lo más atrayente. No me di cuenta, pero me relamí al mirar sus labios.

-Mi príncipe -comencé -Por favor, escuchadme. No estoy mintiendo, los rebeldes verdaderamente existen, yo misma he tratado con algunos de ellos que... -no pude terminar la frase. El miedo se agolpó en mi garganta cuando en un fugaz recuerdo escuché de nuevo la palabra “horca”. Entonces me quedé mirándolo fijamente y me di cuenta de que seguir por ese camino sería completamente inútil. Si seguía con aquello, podía perfectamente acusarme de algo mucho peor que la traición a la Iglesia, y era la traición a la corona. Saber demasiado sobre los rebeldes también era severamente castigado. Yo lo sabía muy bien... porque había visto a hombres morir por el simple hecho de dar una abrazo o un apretón de manos a un rebelde orgulloso de llamarse a sí mismo como tal. Me veía obligada a utilizar mis armas más rastreras y primitivas. Me veía obligada a actuar con el fin de que terminara viéndome como lo que verdaderamente era: una mujer, todavía hermosa, en frente del futuro hombre más poderoso del reino. Y no sólo eso, también tenía que conseguir que me viese como alguien a quien le convenía dejar con vida. 

Con su rostro a pocos centímetros del mío, cerré los ojos y suspiré largamente. O al menos eso me pareció a mí.

-Alteza -dije firme -Aunque no lo queráis creer, hay una verdadera revolución cociéndose a fuego lento bajo la capa de normalidad que finge existir en el reino. Yo lo he visto. -finalicé por fin, con una extraña calma recorriéndome. Como una liberación. -Y sí. Tenéis razón. No sé cómo ni por qué, pero conocéis mi gran secreto. -suspiré nuevamente, esta vez con la cabeza bien alta. Por supuesto que lo sabía: ese maldito caballero frente al que yo misma, ebria como una cuba, me había delatado -No voy a tratar de defenderme porque sería inútil. Si lo conocéis vos, es obvio que lo conoce más gente. -lo que iba a hacer era lo que había ido a hacer realmente allí. Intentar salvar mi vida. -El verdadero propósito de mi visita es ofreceros un pacto. El convento es un lugar importante para el pueblo, ya que la gran mayoría cree en Cavardian. Y puedo aseguraros, metiendo la mano en el fuego, que esos rumores de revolución están empezando a hacer mella entre las hermanas de la orden cavardiana y un gran número de fieles, cada vez más interesados en el tema. -me detuve un momento para tomar aliento. Mi congoja se había convertido ahora en una extraña mezcla de sutileza y picardía. -El pacto que vengo a ofreceros está completamente limpio de traiciones y segundas intenciones. Al igual que vuestras palabras, también es simple y directo -temblorosa, pasé una mano por mi cuello en un gesto que creí me tranquilizaría. Así fue. -Alteza -dije por fin. -Me he arriesgado a venir hasta aquí solamente para hacer un trato con vos. Si vos aceptáis, os juro por mi miserable vida que me encargaré de limpiar las manchas de revolución presentes en el convento y en todos los fieles que acudan a las misas desde hoy. Os juro también que me encargaré de impedir que nuevos rumores lleguen. Y os juro también mi lealtad, desde el día doy y hasta que me muera. -No había sido tan fácil como creí en un principio. Estaba asustada, pero a la vez tranquila y, de alguna manera, segura de que todo iba a salir bien. Sólo me quedaba una cosa más. Y, por todos los dioses que conocía y todos los que nunca conoceré. Y, por mi hijo... ojalá funcionase. -Pero... Eso solamente lo haré si me concedéis la piedad que os suplico. Y... si eso no es suficiente para vos... Si mi silencio con respecto a la revolución no es suficiente para vuestra merced, entonces... -había llegado el momento. Con mi corazón latiendo lentamente pero con una fuerza que podría habérmelo arrancado del pecho, me quité la capucha. Mi cabello se soltó por completo llegándome hasta la cintura, negro como la noche sobre el inmaculado hábito. Después, llevé las manos hasta la parte trasera del hábito y con delicadeza deshice el lazo que lo cerraba. La prenda se resbaló por mis brazos y mi torso hasta que finalmente cayó al suelo y solamente quedó sobre mi cuerpo la provocativa lencería que me había puesto con aquel fin. Mi torso lo cubría un corpiño de color gris como mis ojos con tacto de terciopelo, mis nalgas se cubrían de unas finas braguitas de igual tacto y ésta se ataba a las medias de medio muslo gracias a unos ligeros del color de la noche. Los zapatos, de un tacón considerablemente alto, eran del mismo color que el corpiño. -... entonces puedo ofreceros algo más que silencio. 

Callé. Miré al frente, donde estaban sus ojos azules. Ya había jugado todas mis cartas, ahora sólo quedaba esperar. Mi respiración, sorprendentemente, volvió a la normalidad. Él no tenía nada que perder, pero sí mucho que ganar. Yo... Yo podía perderlo todo. O ganar una nueva oportunidad.