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Solitaria, pensativa, divertida en mayor o menor medida, gusto por escuchar, leer, escribir, escuchar música, imaginar, sentir.

jueves, 26 de julio de 2012

Decisión irrevocable de una inmortal


Había llegado el momento. Por fin había llegado la señal que tanto había 
anhelado durante siglos. Se asomó por la ventana decorada con un marco 
de blanco mármol grabado, admirando la última luna que la vería sobre la 
faz de la Tierra. Recordó todo lo que había sido su vida, y todo lo que había 
sido su muerte. 
Recordó primeramente la noche en la que murió para transformarse en 
ese algo que era ahora y que pronto dejaría de ser. Recordaba gritos, 
miedo, sangre… sangre. Ese elixir escarlata recorría su cuello y su pecho 
entre alaridos suyos y alegres satisfacciones por parte de la mano 
ejecutora. Y una vez hubo amanecido, ya no pudo volver a exponerse 
nunca más a la luz del sol.
Recordó también su soledad y sus ganas de volver a encontrarse con los 
suyos, pero nunca más los volvió a ver. Entonces lloró cuando se arrodilló 
frente a las lápidas vírgenes y llenas de pureza ahora muerta y 
corrompida. 
Recordó cómo salió adelante, cómo el tiempo se congeló en su pecho y transcurrió insípido ante sus vacíos ojos. Recordó las risas fingidas, las 
miradas hipócritas y las palabras malévolas, habitantes de grandes y 
lujosos gozos lujuriosos hasta de pensamiento, las mentiras, el dañino 
intento de comprenderla. La humanidad siempre había considerado a la 
eternidad como su mayor misterio. ¿Cómo iban entonces a entenderla a 
ella?

El amanecer estaba cerca.

Caminó por toda la casa, rememorando los momentos irónicamente vividos 
entre sus antiguas paredes. Y al llegar al jardín notó una lágrima descender por su rostro y caer al vacío después, cuando acudió a su 
memoria la imagen de aquellos dos individuos que bailaban en el quiosco 
y se decían que se amaban, o que al menos, uno de ellos amaba al otro. Se 
abofeteó a sí misma por haber sido tan estúpida de caer en la trampa de la 
comprensión. 
Todo, absolutamente todo, había tenido un significado que se había 
convertido en cenizas con el paso del tiempo. Desde que recordaba con 
mayor precisión, le era más duro mirar atrás. Sin embargo, miraba hacia 
adelante, y no veía nada diferente ni nada nuevo. Tal vez tantos lustros 
seguidos habían hecho que sus ojos se secaran, o tal vez era que ya no 
tenía nada más que hacer o decir.

Y el amanecer se seguía acercando.

 Se fue a la biblioteca, paseándose ahora entre tesoros de papel que 
suplicaban ser descubiertos y sacados de su longevo encarcelamiento entre 
jaulas de roble. Pasó sus dedos por los lomos de esos libros mientras 
sonreía recordando los oscuros días iluminados con fuego, leyendo todo lo 
que podía.

El amanecer ya estaba despuntando a ras del suelo.

Bajó y se fue a ver al único amigo verdadero que había conocido. Aquella 
belleza equina, noble cual suave río que fluye con calma, y fiel como el más 
fiel de los perros, se alzaba mostrando orgullosa una superficie plateada 
con estigmas negros y grises, y unas cascadas de extrema palidez oscura.

Los pájaros cantaban saludando al sol.

Lo acarició y mimó antes de colocarle en rostro y lomo los arreos
adecuados para cabalgar. Montó sintiéndose la reina del mundo en aquel 
momento.
Caminaron mientras ella observaba el cielo que ya clareaba. Cerró los ojos 
e hizo uso de toda la fuerza y energía que tenía y rompió a galope tendido 
por la explanada, devorando el aire con su presencia. Los cascos se 
estrellaban fuertemente contra el suelo, naciendo unos sonoros truenos 
que producían un duradero eco. 
El sol ya ascendía.
El animal seguía galopando y ella disfrutando de aquella hermosa 
despedida de la que pudo gozar al fin.
Cuando los primeros rayos salieron despedidos de debajo de la tierra, ella abrió lo los brazos y dejó que la golpearan. Entonces, su 
palidez comenzó a tornarse grisácea, y su piel a hacerse polvo, quedando 
elegantemente esparcido por el aire, viajando por él desde ese momento y, 
de nuevo, para siempre.
El caballo seguía galopando mientras las cenizas se seguía 
desprendiendo del cuerpo de su montura. Ella gemía de dolor, sintiendo 
que moría por segunda vez, pero, ahora, definitivamente. Ya no tendría 
que depender más de la sangre para sobrevivir. Ya no seguiría 
acumulando más sonrisas y lágrimas en su memoria, ni seguiría cargando 
fracasos a su espalda. Le dolía en sus carnes, pero se le liberaba el alma, o 
lo que quedaba de ella.

El caballo galopó y galopó, galopó y galopó…

Finalmente, una fuerte ráfaga de viento los sacudió de frente, haciendo que un vestido lleno de suave ceniza saliera despedido y flotara en el aire 
durante unos segundos antes de desintegrarse también.
Las cenizas quedaron en el suelo, mientras decían adiós al caballo desde 
su más sincero silencio. Despidieron a un animal que continuó galopando 
hasta que ya no pudo más. Entonces se alzó en corveta y relinchó 
fuertemente, esperando, y una suave ráfaga acarició su rostro, llena la 
susodicha de una nube de personalidad invisible. 
El caballo descendió, tranquilo. Nunca olvidaría a su dueña, y para 
petrificarla en lo más alto del más alto pedestal, galopó por siempre.

Galopó y galopó, llevando siempre en su montura una presencia que 
disfrutó de aquella hermosa despedida, por fin.

JUDITH PEY FERNÁNDEZ.
Miércoles, 17 de marzo de 2011.

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