Había llegado el momento. Por fin había llegado la señal que tanto había
anhelado durante siglos. Se asomó por la ventana decorada con un marco
de blanco mármol grabado, admirando la última luna que la vería sobre la
faz de la Tierra. Recordó todo lo que había sido su vida, y todo lo que había
sido su muerte.
Recordó primeramente la noche en la que murió para transformarse en
ese algo que era ahora y que pronto dejaría de ser. Recordaba gritos,
miedo, sangre… sangre. Ese elixir escarlata recorría su cuello y su pecho
entre alaridos suyos y alegres satisfacciones por parte de la mano
ejecutora. Y una vez hubo amanecido, ya no pudo volver a exponerse
nunca más a la luz del sol.
Recordó también su soledad y sus ganas de volver a encontrarse con los
suyos, pero nunca más los volvió a ver. Entonces lloró cuando se arrodilló
frente a las lápidas vírgenes y llenas de pureza ahora muerta y
corrompida.
Recordó cómo salió adelante, cómo el tiempo se congeló en su pecho y transcurrió insípido ante sus vacíos ojos. Recordó las risas fingidas, las
miradas hipócritas y las palabras malévolas, habitantes de grandes y
lujosos gozos lujuriosos hasta de pensamiento, las mentiras, el dañino
intento de comprenderla. La humanidad siempre había considerado a la
eternidad como su mayor misterio. ¿Cómo iban entonces a entenderla a
ella?
El amanecer estaba cerca.
Caminó por toda la casa, rememorando los momentos irónicamente vividos
entre sus antiguas paredes. Y al llegar al jardín notó una lágrima descender por su rostro y caer al vacío después, cuando acudió a su
memoria la imagen de aquellos dos individuos que bailaban en el quiosco
y se decían que se amaban, o que al menos, uno de ellos amaba al otro. Se
abofeteó a sí misma por haber sido tan estúpida de caer en la trampa de la
comprensión.
Todo, absolutamente todo, había tenido un significado que se había
convertido en cenizas con el paso del tiempo. Desde que recordaba con
mayor precisión, le era más duro mirar atrás. Sin embargo, miraba hacia
adelante, y no veía nada diferente ni nada nuevo. Tal vez tantos lustros
seguidos habían hecho que sus ojos se secaran, o tal vez era que ya no
tenía nada más que hacer o decir.
Y el amanecer se seguía acercando.
Se fue a la biblioteca, paseándose ahora entre tesoros de papel que
suplicaban ser descubiertos y sacados de su longevo encarcelamiento entre
jaulas de roble. Pasó sus dedos por los lomos de esos libros mientras
sonreía recordando los oscuros días iluminados con fuego, leyendo todo lo
que podía.
El amanecer ya estaba despuntando a ras del suelo.
Bajó y se fue a ver al único amigo verdadero que había conocido. Aquella
belleza equina, noble cual suave río que fluye con calma, y fiel como el más
fiel de los perros, se alzaba mostrando orgullosa una superficie plateada
con estigmas negros y grises, y unas cascadas de extrema palidez oscura.
Los pájaros cantaban saludando al sol.
Lo acarició y mimó antes de colocarle en rostro y lomo los arreos
adecuados para cabalgar. Montó sintiéndose la reina del mundo en aquel
momento.
Caminaron mientras ella observaba el cielo que ya clareaba. Cerró los ojos
e hizo uso de toda la fuerza y energía que tenía y rompió a galope tendido
por la explanada, devorando el aire con su presencia. Los cascos se
estrellaban fuertemente contra el suelo, naciendo unos sonoros truenos
que producían un duradero eco.
El sol ya ascendía.
El animal seguía galopando y ella disfrutando de aquella hermosa
despedida de la que pudo gozar al fin.
Cuando los primeros rayos salieron despedidos de debajo de la tierra, ella abrió lo los brazos y dejó que la golpearan. Entonces, su
palidez comenzó a tornarse grisácea, y su piel a hacerse polvo, quedando
elegantemente esparcido por el aire, viajando por él desde ese momento y,
de nuevo, para siempre.
El caballo seguía galopando mientras las cenizas se seguía
desprendiendo del cuerpo de su montura. Ella gemía de dolor, sintiendo
que moría por segunda vez, pero, ahora, definitivamente. Ya no tendría
que depender más de la sangre para sobrevivir. Ya no seguiría
acumulando más sonrisas y lágrimas en su memoria, ni seguiría cargando
fracasos a su espalda. Le dolía en sus carnes, pero se le liberaba el alma, o
lo que quedaba de ella.
El caballo galopó y galopó, galopó y galopó…
Finalmente, una fuerte ráfaga de viento los sacudió de frente, haciendo que un vestido lleno de suave ceniza saliera despedido y flotara en el aire
durante unos segundos antes de desintegrarse también.
Las cenizas quedaron en el suelo, mientras decían adiós al caballo desde
su más sincero silencio. Despidieron a un animal que continuó galopando
hasta que ya no pudo más. Entonces se alzó en corveta y relinchó
fuertemente, esperando, y una suave ráfaga acarició su rostro, llena la
susodicha de una nube de personalidad invisible.
El caballo descendió, tranquilo. Nunca olvidaría a su dueña, y para
petrificarla en lo más alto del más alto pedestal, galopó por siempre.
Galopó y galopó, llevando siempre en su montura una presencia que
disfrutó de aquella hermosa despedida, por fin.
JUDITH PEY FERNÁNDEZ.
Miércoles, 17 de marzo de 2011.