Las bienvenidas nunca nos aseguran que algo será eterno ni que permanecerá ab eternam a nuestro lado, pero sí que si alguna vez algo se pierde permanecerá por siempre en el recuerdo, porque existió y fue real para nosotros.
Cuando ese algo nos marca de verdad y deja una huella imborrable en nuestro pecho, es cuando realmente cobramos conciencia de cuanta ha sido la importancia de su paso por delante de nuestros ciegos ojos. Y es entonces cuando vienen las lamentaciones por no haber sabido ver toda la belleza que teníamos delante, y la desesperación que nos carcome por dentro al saber que ese algo nunca más volverá a nuestro lado porque se perdió en las sombras marchitas del olvido, un olvido que nos arrancó de las mismísimas entrañas de la ilusión aquello que nos latía por dentro sin que nos diésemos cuenta.
En ese tramo inerte de nuestra existencia nos percatamos de que lo único que hacemos es ver la vida pasar. Respiramos, nos movemos, comemos, hablamos... pero en realidad no interactuamos. Somos presas de una enorme bola de cristal llena de una nada tan espesa que nos dificulta terriblemente el movimiento. Nos deja ver, pero no podemos hacer nada salvo llenarnos de más desesperanza. Viene aquí entonces que, arrepentidos, dejamos de apoyar las manos y los ojos en las paredes de la bola y retrocedemos hasta su centro, quedándonos completamente quietos cuales estatuas. A partir de ahí nos dedicamos única y exclusivamente a observar, analizar, saber formar un pensamiento y, como no, aprender.
Finalmente un buen día, que no uno cualquiera, la bola se rompe y el cristal se resquebraja ante nosotros. Caemos al suelo una vez más arrolladas por los afilados trozos que salen disparados en todas direcciones y terminamos sangrando. Pero no nos ocurre nada malo. Cuando abrimos los ojos nos sorprendemos porque algo dentro del pecho nos está haciendo pum-pum, pum-pum. El corazón. Ese algo que habíamos dejado olvidado en el regazo de la perdición vuelve a nosotros porque sabe que es en nuestro pecho donde debe estar. No atiende a razones, tan sólo lo sabe, y busca su objetivo. No nos perdona nada, porque para él nunca hemos hecho algo malo, tan sólo aprender de un error. Respiramos y un aire completamente nuevo y fresco nos llena los pulmones y se extiende por todo nuestro cuerpo, levantándonos hacia las nubes. Entonces nuestros ojos recobran el brillo perdido y nuestra garganta su aliento exiliado en la inexistencia. Y entonces, sólo entonces, volvemos a ser nosotros mismos y sonreímos porque nos damos cuenta, gracias a ese nuevo latido, de que ahora sabemos quiénes somos.
La primera vez siempre es especial, por eso hay que guardarla fieramente en lo más profundo de nosotros.