Sé que llevo tiempo sin escribir, lo sé y lo siento, pero he estado liadilla con otras cosillas y no se me ocurría nada que escribir. Esta mañana me he puesto a teclear y al final me ha salido esto. Espero que os guste ^^
Una
tarde como otra cualquiera en París. Las calles se abarrotan de
mendigos que piden limosna en la puerta de las iglesias y los
comerciantes van y vienen en busca de nuevos contactos y mercancías.
Las clases más pudientes, sobretodo señoritas, se pasean bajo
sombrillas que impiden que sus teces se tuesten más de lo
políticamente correcto. En una esquina hay una puta sobándose con
un par de buenos mozos y una calle más allá hay un muchacho tocando
el acordeón por unas monedas. En su estuche: apenas dos francos, un
diente y un retrato de la que posiblemente sea su amada. Y en un
callejón algo apartado, bajo un letrero medio caído que se choca
contra la pared cuando sopla el viento, hay una librería no
demasiado conocida donde Rebeka compra un diario por un módico
precio rebajado gracias al buen humor que sus pechos le provocan al
vendedor. Rebeka deja caer la moneda sobre el mostrador, le dedica
una sonrisa fatal al hombre gordo y baboso y se guarda el diario bajo
la chaqueta. Al abrir la puerta para marcharse, puede escuchar cómo
el hombre susurra que le encantaría volver a verla. Rebeka no se da
la vuelta para responderle. Rebeka no escucha. Rebeka ya ha dejado el
callejón atrás cuando el varón se recupera de su éxtasis visual y
la maldice por haberle engañado al pagarle con una chapa de cerveza.
Rebeka
camina por las calles de París. Cuando el cegador sol primaveral se
lo permite, mira al cielo y recuerda su niñez en su casa de Vichy,
donde se tumbaba con su hermano en el césped del jardín y jugaban a
adivinar las formas que tomaban las nubes que pasaban sobre sus
cabecitas. Sonriendo, comprueba que una pequeña nube rota por el
alto techo de Notre Dâme simula una flor de pétalos voluptuosos y,
seguramente, allá en su imaginación, colores vívidos y alegres.
Rebeka detiene sus pasos. Delante, los gritos de una mujer desgarrada
por el dolor alertan a los transeúntes de que su hijo a muerto al no
haber superado unas altas fiebres que lo tenían en cama desde hacía
una semana. Rebeka escucha como un hombre, tal vez familiar del niño
fallecido, le explica a, posiblemente, un amigo, que ha sido una
fiebre normal y corriente que necesitaba únicamente de unas hierbas
para ser combatida. Unas hierbas cuyo precio, obviamente, no han
podido permitirse. Rebeka agacha la cabeza y sigue adelante,
sintiendo sus ojos humedecerse cuando la madre libera un llanto justo
a su paso y éste se le clava en el alma. Rebeka no vuelve la vista
atrás. A Rebeka la acaba de venir un recuerdo doloroso a la mente y
ya no recuerda ni quién es durante unos segundos.
Al
cabo de unos minutos Rebeka llega a su casa. No es más que un
cubículo viejo, húmedo y sucio, pero ella se encarga de tenerlo, al
menos, presentable para sus clientes y hasta para ella misma, para
recordarse de vez en cuando que todavía es persona y no caer en la
locura. Rebeka abandonó su casa algunos años atrás movida por el
morbo y la arrogancia y ahora, después de haber vivido lo que
quería, sabe que, aunque a veces llore, no ha podido tomar una mejor
decisión en su vida que la de marcharse y entregarse a los placeres
y tentaciones de la prostitución. Rebeka cuelga la chaqueta en el
viejo perchero colgado detrás de la puerta, ya cerrada, y abre el
diario. Ya lo ha visto en la tienda, pero antes de sentarse a
escribir prefiere oler sus páginas casi amarillentas una vez más.
Hmm... Olor a sabiduría. Rebeka se sienta en una pequeña aunque
cómoda silla frente al escritorio y, mojando la austera pluma en el
tarro de tinta, y con letra angulosa, empieza a escribir.
23
de abril del año 1800, París.
Me
llamo Rebeka, y soy prostituta. Hace ya varios años que me dedico a
esto y he de decir que no me siento desgraciada de hacer lo que hago,
es más, me siento bastante orgullosa de haber tenido el valor de
tomar la decisión que tomé la noche que decidí abandonar mi casa,
mi familia y mis amigos de Vichy, mi ciudad natal, para venirme a
París, cuna de todos los sueños rotos. Vivo sola en una pequeña
habitación alquilada a un matrimonio mayor al que, salta a la vista
en sus caras y su forma de tratarme, no le hace mucha gracia mi
profesión, pero jamás me han negado el atraso de un pago ni me han
dedicado una mala palabra. Supongo que, a fin de cuentas, todos
tenemos secretos y el dinero es un gran aliado cuando el temor a que
se descubran es mayor que la seguridad de saberlos bien ocultos.
Como
ya he dicho, provengo de Vichy. Nací en Vichy un 14 de octubre de
1777, como es costumbre, en mi casa, frente a una chimenea y junto a
una comadrona que acompañaba a mi madre en el parto. Vine al mundo
sana y fuerte, según me contaron, con ganas de dar guerra -Rebeka ríe al escribir esto y leerlo con la voz de su madre-. En
casa éramos cinco: mis padres, Amy y François , mi hermano mayor,
Jerôme, yo, la mediana, y Geneviéve, la pequeña. Cuando me fui de
casa era apenas un bebé, ahora tendrá casi seis años. Todo había
sido siempre feliz y pacífico, lleno de risas y buen ambiente, hasta
que un día Jerôme se echó su primera novia. Empezó entonces a
volver tarde a casa, a contestar mal a mis padres, a hacer,
básicamente, lo que le venía en gana. Y a mí, entrando entonces en
la adolescencia, me pareció divertidísimo. A mis padres no tanto, y
terminaron echándolo de casa. Yo, a escondidas, me escapaba a verle
porque lo quería muchísimo y no soportaba estar sin él. Estábamos
tan unidos que muchos se sorprendían de que no nos peleáramos como
era común en hermanos tan jóvenes. Jerôme era tan especial que
muchas de las veces que me escapé acabó enseñándome cosas de
índole sexual que fueron las que me despertaron las ganas de
sentirme deseada. En el hipotético caso de que hubiese que buscar un
culpable a mis acciones, sería él. Pero yo lo hice porque me dio la
gana, de lo contrario jamás habría vuelto. Jerôme jamás me obligó
a ir a esos lugares. Fue esta, mi cabeza, la que maquinaba durante el
día y ejecutaba por la noche. Cada vez me escapaba más y más
seguidamente hasta que, como era de esperar, mis padres me pillaron.
Todavía recuerdo la sombra de mi padre a la mañana siguiente
diciéndome de todo sin palabras, señalándome la puerta de la calle
con el índice y el brazo extendido, dándome la espalda. Mi madre
lloraba en un rincón con un retrato mía en su regazo, y de cuando
en cuando la estrechaba contra su pecho. Geneviéve lloraba en la
cuna. Jerôme yacía muerto con el cuello rajado debajo del puente,
tal vez ya se lo hubiera llevado la corriente. Sin mucho más que
hacer o que decir recogí unas cuantas pertenencias, no demasiadas, y
salí de mi casa para no volver. Extrañamente, aunque repudiada por
mi familia, no me sentía mal. Me sentía dolida, sí, pero no como
para echarme a llorar a la desesperada, sino como si mi perro de toda
la vida hubiera muerto de hambre o de frío. Estaba mal, mas no sin
esperanza.
Eché
a andar por la ciudad. Algunas personas me reconocieron y señalaron,
y apartaron la vista de mí cuando las miré. Valiente cobarde el que
juzga habiendo sido juzgado -Rebeka ríe otra vez, ahora
alargando la risa unos segundos-. Llegué a un punto donde la
ciudad se terminó y el campo se abrió ante mí. Caminé por la
tierra unas horas hasta que una carreta tirada por un asno y
conducida por un señor me preguntó si me dirigía a París, su
destino. Por unos momentos lo pensé, pero luego me pregunté, "¿por
qué no?". París, París, la capital más hermosa y famosa del
mundo (o al menos eso pensaba yo a mis diecisiete años), y me subí
a la parte trasera de la carreta. Horas más tarde, ya de madrugada,
Notre Dâme se irguió majestuosa ante nosotros. Bajé de la carreta
y me quedé embobada viéndola. Entonces, ese hombre me abrazó por
detrás y me preguntó si quería pasar la noche con él. Al
contrario de lo que me esperaba no me asusté, sino que noté humedad
entre mis piernas y acepté de buen grado. Entramos a la posada, me
quitó la ropa con ansias, me hizo gritar con furia y a la mañana
siguiente se fue dejándome el dinero sobre la mesita de noche. Y así
fue como empezó todo -Rebeka muerde la punta de la pluma y
se relame después, sonriendo con malicia-. Busqué trabajo
en varios burdeles pero muchas de las chicas me rechazaron por saber
demasiado a mi corta edad y por quitarles la clientela al ser más
joven y bonita que ellas, ya demasiado mayores para los caprichosos
falos con músculos que las frecuentaban. Por suerte, pude ahorrar lo
suficiente como para “independizarme” y buscando y buscando
encontré la habitación que este matrimonio me alquiló a un precio
bastante, debo reconocerlo, asequible para mí, cosa que siempre les
agradeceré. No hablan mucho. A él sólo lo he visto dos veces, y ha
sido a través del ventanuco superior de la puerta cuando ha venido a
cobrarme (y ha sido cuando la que no ha podido venir a cobrarme ha
sido ella). Se me ha olvidado mencionar que viven en la planta baja.
Quizá sea por eso que me miran con mala cara -Rebeka suelta
una carcajada. Es más que obvio, ya que a veces se lleva a los
clientes allí cuando ellos no tienen un lugar en el que yacer.
Rebeka suspira, y termina su entrada en el diario-.
Vivir
sola en París y dedicarme a la prostitución me ha enseñado que hay
muchas caras en una monedas y no solamente dos como se piensa. Tal
vez y por eso, sea que hay distintos tipos de monedas. Y yo sé
bastante de monedas.
Rebeka.
Rebeka sopla para secar la tinta de su firma, devuelve la pluma al tintero y cierra el diario; lo guarda en el único cajón del escritorio. Rebeka suspira. Rebeka apoya los codos en el escritorio y se sirve de sus manos entrelazadas como soporte para su barbilla. Entonces Rebeka hace un repaso rápido por esos años de su vida en los que fue completamente feliz rodeada de sus seres queridos. En el diario no lo ha dicho, porque le duele demasiado, pero una vez tuvo un aborto cuando un cliente insatisfecho a causa de una gran borrachera que le impidió endurecerse la golpeó en el estómago con fuerza. Por eso ha llorado al pasar al lado de esa mujer en la calle, porque, aunque jamás ha abrazado a su pequeño, sabe lo duro que es perderlo.
Rebeka
cierra los ojos durante unos minutos, quedándose inmóvil. Rebeka
abre entonces los ojos y mira el reloj. Las nueve y media. Es hora de
que Rebeka cambie su indumentaria, se maquille y salga a recorrer las
calles de París como cada noche desde hace ya seis largos años.
¿Seis años, ya? Hay que ver, lo lento que pasa el tiempo para los
muertos de hambre aun cuando éstos son tan soñadores como los
ricos.
Rebeka
vuelve a ponerse la chaqueta que descuelga del perchero y cierra la
puerta tras de sí. Al bajar las escaleras se encuentra cara a cara
con su casera, la cual está barriendo la puerta y la mira fríamente.
Rebeka le dedica una sonrisa afable y pasa a su lado diciendo "Buenas
noches, madame", pero la madame no
contesta. A Rebeka la ilumina la luz de la luna. Echa a andar y
sus tacones resuenan en el empedrado parisino. Unas calles más abajo
la llaman desde un callejón y ella acude, soltando los primeros
gritos fingidos y ganando los primeros francos de la noche. Rebeka es
una rosa. Y las rosas tienen espinas.