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Solitaria, pensativa, divertida en mayor o menor medida, gusto por escuchar, leer, escribir, escuchar música, imaginar, sentir.

sábado, 6 de abril de 2013

Rebeka


Sé que llevo tiempo sin escribir, lo sé y lo siento, pero he estado liadilla con otras cosillas y no se me ocurría nada que escribir. Esta mañana me he puesto a teclear y al final me ha salido esto. Espero que os guste ^^



Una tarde como otra cualquiera en París. Las calles se abarrotan de mendigos que piden limosna en la puerta de las iglesias y los comerciantes van y vienen en busca de nuevos contactos y mercancías. Las clases más pudientes, sobretodo señoritas, se pasean bajo sombrillas que impiden que sus teces se tuesten más de lo políticamente correcto. En una esquina hay una puta sobándose con un par de buenos mozos y una calle más allá hay un muchacho tocando el acordeón por unas monedas. En su estuche: apenas dos francos, un diente y un retrato de la que posiblemente sea su amada. Y en un callejón algo apartado, bajo un letrero medio caído que se choca contra la pared cuando sopla el viento, hay una librería no demasiado conocida donde Rebeka compra un diario por un módico precio rebajado gracias al buen humor que sus pechos le provocan al vendedor. Rebeka deja caer la moneda sobre el mostrador, le dedica una sonrisa fatal al hombre gordo y baboso y se guarda el diario bajo la chaqueta. Al abrir la puerta para marcharse, puede escuchar cómo el hombre susurra que le encantaría volver a verla. Rebeka no se da la vuelta para responderle. Rebeka no escucha. Rebeka ya ha dejado el callejón atrás cuando el varón se recupera de su éxtasis visual y la maldice por haberle engañado al pagarle con una chapa de cerveza.

Rebeka camina por las calles de París. Cuando el cegador sol primaveral se lo permite, mira al cielo y recuerda su niñez en su casa de Vichy, donde se tumbaba con su hermano en el césped del jardín y jugaban a adivinar las formas que tomaban las nubes que pasaban sobre sus cabecitas. Sonriendo, comprueba que una pequeña nube rota por el alto techo de Notre Dâme simula una flor de pétalos voluptuosos y, seguramente, allá en su imaginación, colores vívidos y alegres. Rebeka detiene sus pasos. Delante, los gritos de una mujer desgarrada por el dolor alertan a los transeúntes de que su hijo a muerto al no haber superado unas altas fiebres que lo tenían en cama desde hacía una semana. Rebeka escucha como un hombre, tal vez familiar del niño fallecido, le explica a, posiblemente, un amigo, que ha sido una fiebre normal y corriente que necesitaba únicamente de unas hierbas para ser combatida. Unas hierbas cuyo precio, obviamente, no han podido permitirse. Rebeka agacha la cabeza y sigue adelante, sintiendo sus ojos humedecerse cuando la madre libera un llanto justo a su paso y éste se le clava en el alma. Rebeka no vuelve la vista atrás. A Rebeka la acaba de venir un recuerdo doloroso a la mente y ya no recuerda ni quién es durante unos segundos.

Al cabo de unos minutos Rebeka llega a su casa. No es más que un cubículo viejo, húmedo y sucio, pero ella se encarga de tenerlo, al menos, presentable para sus clientes y hasta para ella misma, para recordarse de vez en cuando que todavía es persona y no caer en la locura. Rebeka abandonó su casa algunos años atrás movida por el morbo y la arrogancia y ahora, después de haber vivido lo que quería, sabe que, aunque a veces llore, no ha podido tomar una mejor decisión en su vida que la de marcharse y entregarse a los placeres y tentaciones de la prostitución. Rebeka cuelga la chaqueta en el viejo perchero colgado detrás de la puerta, ya cerrada, y abre el diario. Ya lo ha visto en la tienda, pero antes de sentarse a escribir prefiere oler sus páginas casi amarillentas una vez más. Hmm... Olor a sabiduría. Rebeka se sienta en una pequeña aunque cómoda silla frente al escritorio y, mojando la austera pluma en el tarro de tinta, y con letra angulosa, empieza a escribir.



23 de abril del año 1800, París.



Me llamo Rebeka, y soy prostituta. Hace ya varios años que me dedico a esto y he de decir que no me siento desgraciada de hacer lo que hago, es más, me siento bastante orgullosa de haber tenido el valor de tomar la decisión que tomé la noche que decidí abandonar mi casa, mi familia y mis amigos de Vichy, mi ciudad natal, para venirme a París, cuna de todos los sueños rotos. Vivo sola en una pequeña habitación alquilada a un matrimonio mayor al que, salta a la vista en sus caras y su forma de tratarme, no le hace mucha gracia mi profesión, pero jamás me han negado el atraso de un pago ni me han dedicado una mala palabra. Supongo que, a fin de cuentas, todos tenemos secretos y el dinero es un gran aliado cuando el temor a que se descubran es mayor que la seguridad de saberlos bien ocultos.

Como ya he dicho, provengo de Vichy. Nací en Vichy un 14 de octubre de 1777, como es costumbre, en mi casa, frente a una chimenea y junto a una comadrona que acompañaba a mi madre en el parto. Vine al mundo sana y fuerte, según me contaron, con ganas de dar guerra -Rebeka ríe al escribir esto y leerlo con la voz de su madre-. En casa éramos cinco: mis padres, Amy y François , mi hermano mayor, Jerôme, yo, la mediana, y Geneviéve, la pequeña. Cuando me fui de casa era apenas un bebé, ahora tendrá casi seis años. Todo había sido siempre feliz y pacífico, lleno de risas y buen ambiente, hasta que un día Jerôme se echó su primera novia. Empezó entonces a volver tarde a casa, a contestar mal a mis padres, a hacer, básicamente, lo que le venía en gana. Y a mí, entrando entonces en la adolescencia, me pareció divertidísimo. A mis padres no tanto, y terminaron echándolo de casa. Yo, a escondidas, me escapaba a verle porque lo quería muchísimo y no soportaba estar sin él. Estábamos tan unidos que muchos se sorprendían de que no nos peleáramos como era común en hermanos tan jóvenes. Jerôme era tan especial que muchas de las veces que me escapé acabó enseñándome cosas de índole sexual que fueron las que me despertaron las ganas de sentirme deseada. En el hipotético caso de que hubiese que buscar un culpable a mis acciones, sería él. Pero yo lo hice porque me dio la gana, de lo contrario jamás habría vuelto. Jerôme jamás me obligó a ir a esos lugares. Fue esta, mi cabeza, la que maquinaba durante el día y ejecutaba por la noche. Cada vez me escapaba más y más seguidamente hasta que, como era de esperar, mis padres me pillaron. Todavía recuerdo la sombra de mi padre a la mañana siguiente diciéndome de todo sin palabras, señalándome la puerta de la calle con el índice y el brazo extendido, dándome la espalda. Mi madre lloraba en un rincón con un retrato mía en su regazo, y de cuando en cuando la estrechaba contra su pecho. Geneviéve lloraba en la cuna. Jerôme yacía muerto con el cuello rajado debajo del puente, tal vez ya se lo hubiera llevado la corriente. Sin mucho más que hacer o que decir recogí unas cuantas pertenencias, no demasiadas, y salí de mi casa para no volver. Extrañamente, aunque repudiada por mi familia, no me sentía mal. Me sentía dolida, sí, pero no como para echarme a llorar a la desesperada, sino como si mi perro de toda la vida hubiera muerto de hambre o de frío. Estaba mal, mas no sin esperanza.

Eché a andar por la ciudad. Algunas personas me reconocieron y señalaron, y apartaron la vista de mí cuando las miré. Valiente cobarde el que juzga habiendo sido juzgado -Rebeka ríe otra vez, ahora alargando la risa unos segundos-. Llegué a un punto donde la ciudad se terminó y el campo se abrió ante mí. Caminé por la tierra unas horas hasta que una carreta tirada por un asno y conducida por un señor me preguntó si me dirigía a París, su destino. Por unos momentos lo pensé, pero luego me pregunté, "¿por qué no?". París, París, la capital más hermosa y famosa del mundo (o al menos eso pensaba yo a mis diecisiete años), y me subí a la parte trasera de la carreta. Horas más tarde, ya de madrugada, Notre Dâme se irguió majestuosa ante nosotros. Bajé de la carreta y me quedé embobada viéndola. Entonces, ese hombre me abrazó por detrás y me preguntó si quería pasar la noche con él. Al contrario de lo que me esperaba no me asusté, sino que noté humedad entre mis piernas y acepté de buen grado. Entramos a la posada, me quitó la ropa con ansias, me hizo gritar con furia y a la mañana siguiente se fue dejándome el dinero sobre la mesita de noche. Y así fue como empezó todo -Rebeka muerde la punta de la pluma y se relame después, sonriendo con malicia-. Busqué trabajo en varios burdeles pero muchas de las chicas me rechazaron por saber demasiado a mi corta edad y por quitarles la clientela al ser más joven y bonita que ellas, ya demasiado mayores para los caprichosos falos con músculos que las frecuentaban. Por suerte, pude ahorrar lo suficiente como para “independizarme” y buscando y buscando encontré la habitación que este matrimonio me alquiló a un precio bastante, debo reconocerlo, asequible para mí, cosa que siempre les agradeceré. No hablan mucho. A él sólo lo he visto dos veces, y ha sido a través del ventanuco superior de la puerta cuando ha venido a cobrarme (y ha sido cuando la que no ha podido venir a cobrarme ha sido ella). Se me ha olvidado mencionar que viven en la planta baja. Quizá sea por eso que me miran con mala cara -Rebeka suelta una carcajada. Es más que obvio, ya que a veces se lleva a los clientes allí cuando ellos no tienen un lugar en el que yacer. Rebeka suspira, y termina su entrada en el diario-.

Vivir sola en París y dedicarme a la prostitución me ha enseñado que hay muchas caras en una monedas y no solamente dos como se piensa. Tal vez y por eso, sea que hay distintos tipos de monedas. Y yo sé bastante de monedas.


Rebeka.



Rebeka sopla para secar la tinta de su firma, devuelve la pluma al tintero y cierra el diario; lo guarda en el único cajón del escritorio. Rebeka suspira. Rebeka apoya los codos en el escritorio y se sirve de sus manos entrelazadas como soporte para su barbilla. Entonces Rebeka hace un repaso rápido por esos años de su vida en los que fue completamente feliz rodeada de sus seres queridos. En el diario no lo ha dicho, porque le duele demasiado, pero una vez tuvo un aborto cuando un cliente insatisfecho a causa de una gran borrachera que le impidió endurecerse la golpeó en el estómago con fuerza. Por eso ha llorado al pasar al lado de esa mujer en la calle, porque, aunque jamás ha abrazado a su pequeño, sabe lo duro que es perderlo.

Rebeka cierra los ojos durante unos minutos, quedándose inmóvil. Rebeka abre entonces los ojos y mira el reloj. Las nueve y media. Es hora de que Rebeka cambie su indumentaria, se maquille y salga a recorrer las calles de París como cada noche desde hace ya seis largos años. ¿Seis años, ya? Hay que ver, lo lento que pasa el tiempo para los muertos de hambre aun cuando éstos son tan soñadores como los ricos.

Rebeka vuelve a ponerse la chaqueta que descuelga del perchero y cierra la puerta tras de sí. Al bajar las escaleras se encuentra cara a cara con su casera, la cual está barriendo la puerta y la mira fríamente. Rebeka le dedica una sonrisa afable y pasa a su lado diciendo "Buenas noches, madame", pero la  madame no contesta. A Rebeka la ilumina la luz de la luna. Echa a andar y sus tacones resuenan en el empedrado parisino. Unas calles más abajo la llaman desde un callejón y ella acude, soltando los primeros gritos fingidos y ganando los primeros francos de la noche. Rebeka es una rosa. Y las rosas tienen espinas.