Lu, me pediste más sobre Clarissa. Aquí traigo algo nuevo ^^
Explico: Elisabeth (anteriormente Clarissa) es una monja con una doble vida: por el día, finge ser una monja más del convento para poder tener un lugar en el que comer y dormir; de noche, se va al burdel a ejercer como prostituta. Parece ser que han llegado rumores a oídos del príncipe, y en un ataque de miedo Elisabeth va a verle. Tras unas palabras, esto es lo que ocurrió. Espero que os guste.
En un principio, creí haberlo hecho bien. Se notaba que era un príncipe, mas tenía la esperanza de conseguirlo. El corazón se me paralizó cuando dijo que me conocía. “Por supuesto que me conocéis... por eso estoy aquí.”
-Sois muy amable, alteza, muchas gracias... -dije sonrojándome, con una reverencia. Pero de pronto...
Un puñetazo en la garganta. Esa fue la sensación que apresó a mi cuerpo tras sus palabras. No había poder en el universo en ese momento capaz de devolverme aunque fuese un poco de calma o serenidad. Todo había salido bien hasta que fui tan estúpida de decir mi nombre. Dioses, cómo había podido ser tan estúpida... Mi nombre era el mismo en el convento y en el prostíbulo, pero jamás pensé que alguien se tomaría mi “mote” tan en serio. De hecho, jamás pensé que mi gran secreto llegaría tan lejos. La mentira que había sido mi vida y el engaño que ahora la gobernaba me habían enseñado muchas cosas, pero por alguna razón que en aquel momento me fue imposible establecer había cometido un error que iba a costarme la vida. Sí, dentro de mí, muy dentro, sentí que ya no tenía escapatoria. Mi respiración se tornó un huracán al que dediqué gran parte de mis fuerzas mentales para tratar de disimularlo, aun si saber sin lo había logrado o no. Por todos los dioses... Mi mente se había quedado en blanco, completamente en blanco, sólo excusas baratas o explicaciones inmediatas aparecían en ella. Sin embargo, gracias a un pequeño ápice de lucidez que se apiadó de mí fui capaz de caer en que no podía hacer eso. No podía intentar defenderme con argumentos simples y poco elaborados porque entonces me estaría poniendo en evidencia. “Eh, no, no, yo la conozco, pero no soy yo...” había sido una de esas excusas. Por Cavardian, Elisabeth, no te falles ahora. Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies.
Respiré lo más naturalmente que pude. Si ese príncipe arrogante era lo suficientemente terco como para no creer los argumentos que se estaban forjando en mi cabeza mientras trataba de ganar tiempo con miradas de asombro y hasta de ofensa, entonces tenía reservada bajo el hábito mi gran golpe de gracia. Después de eso, no quedaría nada más que la fecha fijada de mi ejecución.
Un respingo sonoro fue mi reacción ante el portazo que dio. Semejante actitud no podía reflejar otra cosa mas que su furia y su oposición contra ese tema. No creía en los rebeldes, pero yo sí. Tal vez no era una de ellos, pero los había atendido en secreto junto a las demás hermanas cuando, muertos de hambre y de frío o bien heridos, acudían en busca de la caridad de los dioses que parecían haberse olvidado de ellos. Si el príncipe decidiese creer en su existencia, se daría cuenta de que yo estaba intentando hacernos un favor a los dos. Un momento. Una favor... un favor que nos beneficiase a ambos... ¡eso es! ¡Un pacto! De pronto, una media sonrisa se dibujó en mi rostro reflejando el haz de esperanza que nació en mi interior. Si la lencería no era suficiente, ya sabía cómo utilizarla para hacerle ceder. Pero primero, tenía que intentar salvarme.
-Al-al-alteza -tartamudeé. -por Cavardian... ¿Cómo podéis acusarme de algo así? ¿Qué pruebas tenéis en mi contra? -fue mi primaria respuesta ante sus acusaciones. Sabía perfectamente que podía tomarlas como una provocación o, incluso, como una traición basada en el engaño, pero no me importaba. Tenía que sacar tiempo de donde fuere mientras mi cabeza seguía maquinando. Me aferré al crucifijo.
Mas mi esperanza se marchitó cuando el tono de su voz se elevó de tal manera que daba a entender que no aceptaría nada más que lo que dictaran sus órdenes. Y éstas habían sido bien claras. Comencé a caminar hacia atrás cuando se acercó, trastablillando por debajo del inmenso hábito. Fueron sólo unos pasos hasta que me choqué contra una mesa, pero se me hicieron agónicamente interminables. Un sudor frío comenzó a hacer acto de presencia en mi piel, dándole un brillo anormal. Dioses, debía mantenerme serena aunque fuese lo último que hiciese. Debía distraerlo como fuese, de modo que abordé nuevamente el tema de la revolución. Bajo esa mirada penetrante suya, la soledad de la estancia se incrementaba con una brutalidad peligrosa. Su propia cercanía era peligrosa... pero, de alguna forma, su rostro me resultaba atractivo y de lo más atrayente. No me di cuenta, pero me relamí al mirar sus labios.
-Mi príncipe -comencé -Por favor, escuchadme. No estoy mintiendo, los rebeldes verdaderamente existen, yo misma he tratado con algunos de ellos que... -no pude terminar la frase. El miedo se agolpó en mi garganta cuando en un fugaz recuerdo escuché de nuevo la palabra “horca”. Entonces me quedé mirándolo fijamente y me di cuenta de que seguir por ese camino sería completamente inútil. Si seguía con aquello, podía perfectamente acusarme de algo mucho peor que la traición a la Iglesia, y era la traición a la corona. Saber demasiado sobre los rebeldes también era severamente castigado. Yo lo sabía muy bien... porque había visto a hombres morir por el simple hecho de dar una abrazo o un apretón de manos a un rebelde orgulloso de llamarse a sí mismo como tal. Me veía obligada a utilizar mis armas más rastreras y primitivas. Me veía obligada a actuar con el fin de que terminara viéndome como lo que verdaderamente era: una mujer, todavía hermosa, en frente del futuro hombre más poderoso del reino. Y no sólo eso, también tenía que conseguir que me viese como alguien a quien le convenía dejar con vida.
Con su rostro a pocos centímetros del mío, cerré los ojos y suspiré largamente. O al menos eso me pareció a mí.
-Alteza -dije firme -Aunque no lo queráis creer, hay una verdadera revolución cociéndose a fuego lento bajo la capa de normalidad que finge existir en el reino. Yo lo he visto. -finalicé por fin, con una extraña calma recorriéndome. Como una liberación. -Y sí. Tenéis razón. No sé cómo ni por qué, pero conocéis mi gran secreto. -suspiré nuevamente, esta vez con la cabeza bien alta. Por supuesto que lo sabía: ese maldito caballero frente al que yo misma, ebria como una cuba, me había delatado -No voy a tratar de defenderme porque sería inútil. Si lo conocéis vos, es obvio que lo conoce más gente. -lo que iba a hacer era lo que había ido a hacer realmente allí. Intentar salvar mi vida. -El verdadero propósito de mi visita es ofreceros un pacto. El convento es un lugar importante para el pueblo, ya que la gran mayoría cree en Cavardian. Y puedo aseguraros, metiendo la mano en el fuego, que esos rumores de revolución están empezando a hacer mella entre las hermanas de la orden cavardiana y un gran número de fieles, cada vez más interesados en el tema. -me detuve un momento para tomar aliento. Mi congoja se había convertido ahora en una extraña mezcla de sutileza y picardía. -El pacto que vengo a ofreceros está completamente limpio de traiciones y segundas intenciones. Al igual que vuestras palabras, también es simple y directo -temblorosa, pasé una mano por mi cuello en un gesto que creí me tranquilizaría. Así fue. -Alteza -dije por fin. -Me he arriesgado a venir hasta aquí solamente para hacer un trato con vos. Si vos aceptáis, os juro por mi miserable vida que me encargaré de limpiar las manchas de revolución presentes en el convento y en todos los fieles que acudan a las misas desde hoy. Os juro también que me encargaré de impedir que nuevos rumores lleguen. Y os juro también mi lealtad, desde el día doy y hasta que me muera. -No había sido tan fácil como creí en un principio. Estaba asustada, pero a la vez tranquila y, de alguna manera, segura de que todo iba a salir bien. Sólo me quedaba una cosa más. Y, por todos los dioses que conocía y todos los que nunca conoceré. Y, por mi hijo... ojalá funcionase. -Pero... Eso solamente lo haré si me concedéis la piedad que os suplico. Y... si eso no es suficiente para vos... Si mi silencio con respecto a la revolución no es suficiente para vuestra merced, entonces... -había llegado el momento. Con mi corazón latiendo lentamente pero con una fuerza que podría habérmelo arrancado del pecho, me quité la capucha. Mi cabello se soltó por completo llegándome hasta la cintura, negro como la noche sobre el inmaculado hábito. Después, llevé las manos hasta la parte trasera del hábito y con delicadeza deshice el lazo que lo cerraba. La prenda se resbaló por mis brazos y mi torso hasta que finalmente cayó al suelo y solamente quedó sobre mi cuerpo la provocativa lencería que me había puesto con aquel fin. Mi torso lo cubría un corpiño de color gris como mis ojos con tacto de terciopelo, mis nalgas se cubrían de unas finas braguitas de igual tacto y ésta se ataba a las medias de medio muslo gracias a unos ligeros del color de la noche. Los zapatos, de un tacón considerablemente alto, eran del mismo color que el corpiño. -... entonces puedo ofreceros algo más que silencio.
Callé. Miré al frente, donde estaban sus ojos azules. Ya había jugado todas mis cartas, ahora sólo quedaba esperar. Mi respiración, sorprendentemente, volvió a la normalidad. Él no tenía nada que perder, pero sí mucho que ganar. Yo... Yo podía perderlo todo. O ganar una nueva oportunidad.