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Solitaria, pensativa, divertida en mayor o menor medida, gusto por escuchar, leer, escribir, escuchar música, imaginar, sentir.

viernes, 7 de diciembre de 2012

El Halcón


Si nos tuviésemos que detener en todas y cada una de mis hazañas que he protagonizado, tal vez nos quedáramos sin bosques utilizando tanto papel. Sí, así es, soy un arrogante en potencia. No es nada personal, en serio... es sólo que soy demasiado perfecto. Y lo sé. Y todos lo saben. No me queda más remedio que pasar por aquí para poder llegar a donde quiero, así que con mucho gusto pesar te contaré mi vida. Al menos sólo lo relevante. 
Todo comenzó cuando gané la primera batalla, hace ya mucho tiempo, cuando yo no era más que... *cof, cof* … oh, claro. Por el principio, sí... 


Era una tarde de primavera. Hermosa como sólo podían serlo las mujeres, y mi madre lo era muchísimo. Tenía un cabello rubio como las espigas de trigo, y unos ojos verdes que parecían llevarte al bosque. Su sonrisa nunca se borraba, y eso le encantaba a mi padre, quien estaba con ella esa tarde. Mi madre estaba dando a luz, me estaba teniendo a mí, y sus gritos se oían por todas partes, hasta yo los escuchaba. Cuando por fin estuve en este mundo ella me arropó en sus brazos y me besó la cabeza antes de tenderme a mi padre, quien hizo lo mismo y susurró lo orgulloso que estaría de mí cuando creciera. Si el pobre levantara la cabeza... 

Pasó el tiempo y mi carácter no cambiaba. Siempre fui un niño callado y reservado, aunque me reía, reía muchísimo. Pero siempre había algo que me guardaba, no sé por qué. Simplemente, no tenía ganas de contarlo. No por prepotencia o ganas de llamar la atención, sencillamente, me daba pereza. Y lo que quiera que fuese, se guardaba en mi pecho y ahí se dormía para siempre. 

Mi padre solía llevarme a cazar con él y pronto aprendí a manejar el arco y el cuchillo, por lo que intentó instruirme más y potenciar mi habilidad. Nunca se dio cuenta de que estaba formando a uno de los mayores y mejores guerreros que habrían engendrado nunca las tierras de Bagarok. Pero estuvo cerca de saberlo. 

Un día, cuando yo contaba con quince años recién cumplidos, inexplicablemente cargué contra él con el arco y le abrí la cabeza de un flechazo. Bueno, rectifico... eso es para hacerme el duro. En realidad ocurrió que en el bosque un jabalí se dirigía hacia mí y cuando iba a disparar la flecha mi padre se interpuso con la idea de empujarme. Gajes del oficio... Y recuerdo que mi madre lloró y lloró como yo jamás la había visto hacerlo. Yo la vi llorar todos los días desde la muerte de mi padre, y también recuerdo que cada vez que me veía arremetía contra mí y más de una vez acabé sangrando por algún sitio. 

Poco después se suicidó bebiendo un tarro de veneno. Y ahí me quedé yo, muerto de asco. Con tan sólo quince años no tenía muchas opciones, si acaso aprendiz de algo, o porta botas de vino de algún ricachón y no tan ricachón que me diera un saco sucio y viejo para dormir. Eso, o podía sacar partido de mis habilidades y utilizarlas. ¿Y qué mejor forma que sirviendo al rey? O mejor dicho... ¿Qué mejor forma de hacerlo que escalando poco a poco y algún día poder tener todo cuanto quisiera, y más? Y así fue como acabé en el cuartel, empezando por lo de siempre: mozo de cuadras, porta carretillas, limpiando, arreglando, cepillando... Pero con los años fui terminando de desarrollarme y maduré muchísimo en poco tiempo. Más gajes del oficio... esta vez respaldados por un “o espabilas o te largas”. Y espabilé, sí.

Fui ascendiendo poco a poco, y cada vez que Bagarok tenía que ir a la batalla ahí estaba yo, delante cuando cuando era un simple soldado de infantería y un poco más atrás cuando me dieron aquel precioso caballo negro y un título de caballero. Ah, sí... puedo recordar perfectamente todos y cada uno de los hombres que maté, aunque llevaran el casco en el momento de su muerte. Porque unos ojos que dejan de brillar delante de ti (o mejor dicho, por ti) no pueden olvidarse en la vida. Y han sido muchísimos los que han caído bajo mi espada, doctrina que adopté al darme cuenta de que una flecha mataba a un animal, pero no a miles de hombres. Con la espada no había que recargar, no había que apuntar, no había que quedarse quieto, agazapado, esperando. Con la espada tenía el poder de arremeter contra el enemigo y el privilegio de verlo sangrar y suplicar clemencia. No todos los soldados lo hacen, pero también es cierto que muchísimos no quieren luchar en nombre de un rey al que ni siquiera conocen. Y son esos mismos los que nunca vuelven a casa. 

Un alto mando me acogió como una especie de “pupilo” al ser conocedor de mis proezas, y me tuvo con él hasta que murió. Luchamos codo con codo en innumerables ocasiones y nos hicimos inseparables... en todos los sentidos. Quizá sea la única persona que alguna vez me haya hecho sentir algo de verdad. Pero, por desgracia, traidores los hay siempre donde menos te lo esperas. Y a él lo mataron en un descuido cuando lanzó un ataque, un lanzazo fuerte, un golpe seco justo en el lado izquierdo de la espalda, atravesándole el corazón. Por primera vez en mi vida, entendí a mi madre. Yo nunca había llorado tanto, ni tampoco he vuelto a hacerlo. 

A su muerte, mi condición de pupilo me transformó automáticamente en sucesor y ocupé su puesto y comencé a empuñar su espada, fabricada en madera y metal. Ahora, soy uno de los jefes más importantes, sino el que más, pues nunca ningún otro ha derramado tanta sangre ni le ha aportado tanto honor a Bagarok como yo. 

Tengo a mis órdenes a todos los hombres del reino. Es una sensación tan especial y a la vez específica que no puedo describirla. Grande. Sí, quizá sea esa la palabra que mejor me define: grande. Grande, implacable, victorioso. Recibí el mote de El Halcón hace un tiempo, cuando en una batalla que comenzaba poco después del alba fui capaz de advertir el número aproximado de hombres que iban a enfrentarse a nosotros y también su estrategia de ataque. Cuando terminó, se celebró un banquete en mi nombre. Y me sentí el mismísimo rey festejando que había ganado la corona de sangre más honorable que pueda existir. 

Sí, soy conocido, admirado y respetado, tomo lo que quiero y lo dejo cuando quiero; no pregunto, no pido permiso, soy el mayor de los bastardos jamás concebidos... pero soy el primero en empuñar una espada cuando de la seguridad de mi reino se trata. Otros no pueden decir lo mismo. 

Este último asunto de la rebelión me tiene en vela. ¿De verdad cree el pueblo que podrá con el rey, que podrá conmigo? Soñadores... siempre dando problemas, siempre. No sé vos, pero a mí los problemas me gusta erradicarlos de raíz. Y a ser posible, separando esa raíz del resto del cuerpo... por seguridad.

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