Estaban siendo unos meses inusualmente calurosos en la Escandinavia conocida. Desde hacía algunos días el sol había decidido experimentar en tierras gélidamente vírgenes a la espera de un resultado que podía contemplarse sin realizar un esfuerzo demasiado grande: los enormes y complejos vestidos de las mujeres se reducían a finas capas de tela fina y fresca, prendas que otorgaban sensualidad a las féminas al pegarse al cuerpo. Para los hombres, los pantalones de tela y las camisas de cálida pana se sustituyeron por finas capas de suave algodón. Pero todos, sin lugar a dudas, mantenían unas mejillas sonrojadas al saberse partícipes de aquel “espectáculo” del que absolutamente todos eran protagonistas.
Seamos sinceros… Nunca nadie en aquella época, habría vestido así por mucho que se estuviera muriendo de calor… No a menos que todo el mundo lo hiciese. Entonces no habría problemas ni escándalos sociales. Pobre pensamiento humano… Qué impenetrable quieren hacerlo parecer cuando en realidad podía tambalearse con tan sólo unos días de calor… ¿Era todo su mundo así, a base de mentiras? Porque entonces sí tenemos la respuesta a muchísimas de las preguntas que se ha realizado el ser humano a lo largo de su historia, pero, sobretodo, a una de ellas, la más profunda… “¿Por qué?” Por una sencilla razón: por miedo. Miedo que carcome las entrañas ante el “qué vendrá” o el “qué dirán”, por ejemplo. Pobres humanos… O mejor dicho, pobres corazones moribundamente latentes que dan vida a tan variada raza… Diferentes colores de piel, diferentes formas de pensar, de vivir, de ver las cosas, de pensar, de sentir, de creer… Una raza que se cree tan poderosa y diferente que termina siendo la más frágil e insignificante de todas.
* * *
Copenhague, verano de 1773.
Una tarde de domingo como otra cualquiera la adinerada y burguesa familia Bohr se disponía a salir a dar un paseo por el campo, lleno de flores y un verdor que sólo el verano podía proporcionar. Mientras que la joven y hermosa señora Bohr, Mettalise, cargaba con su hijo de apenas dos meses de edad en su regazo, Ejnar, el serio pero afable señor Bohr, Henning, era el cochero encargado de llevar las riendas de sus dos caballos, uno blanco y otro pinto, negro. Todo el camino marchó bien y la estancia fue agradable. El matrimonio pudo disfrutar de algo de tranquilidad e intimidad, pues el pequeño se había dormido acariciado y acunado por la cálida brisa del estío.
Ese día era uno de los pocos en el que todos podían escaparse furtivamente de los quehaceres cotidianos, hecho que se reflejaba en que ellos no eran los únicos que se paseaban por allí ni con intenciones de quedarse, si no todo, gran parte del día.
Y así, entre risas, besos, alguna que otra caricia invisible pero existente, palabras de amor y cariño y de promesas de futuros planes, transcurrió el día.
Al atardecer la familia protagonista de la historia recogió todo y volvieron a subirse al coche de caballos. El camino de vuelta fue tranquilo hasta que, cuando las sombras de la noche comenzaron a invadir la Tierra, tres figuras se interpusieron súbitamente en el camino de los animales, provocándoles pánico y que se encabritaran. En uno de esos azotes Henning cayó al suelo al intentar apaciguar a los equinos, que hacían caso omiso a sus palabras. Las tres enormes y negras bestias se abalanzaron sobre él y clavaron sus afilados colmillos en una carne tierna pero tensa y Henning, a pesar de sus gritos de dolor, pudo vociferar palabras que su mujer entendió, y obedeció. Mettalise procedió y dejó al niño dentro de su cuna, despierto por el vaivén del vehículo. Salió por la puerta que daba a la parte opuesta a la escena y se tapó la boca con una mano al contemplar tal horror. Una única mirada fue lo que intercambió con su marido que se desangraba por algunas heridas mientras su sangre era devorada desde otras. Los vampiros ignoraron la presencia de la mujer debido a su trabajo de carniceros, como también ignoraron el repentino grito y la rápida marcha que sucedieron al “Te quiero” de su víctima.
Mettalise obligó a los corceles a galopar tan rápido que pareció que incluso el coche iba a volcar en cada curva que tomaban. Entre lágrimas y sonido de cascos también se coló el llanto de un bebé que lloraba de hambre, sueño y miedo. Su madre no ignoró a su hijo, pero no se detuvo, no. Los caballos galoparon hasta que la espuma que salía de su boca bañó generosamente todo su pecho y parte de sus patas. Ni hablar de cómo quedaron las riendas, las manos de Mettalise y el lomo de los animales.
Nada más llegar a la puerta de su casa Metallise bajó torpemente del coche y abrió la puerta para coger a su hijo en brazos, el cual se había caído de la cuna y lloraba en el suelo con una fina hilera de sangre que nacía de su cabeza. Ella, horrorizada, comenzó a gritar que la ayudaran. Inmediatamente salieron afuera criados y mayordomos que acudieron en su ayuda y fueron a avisar al médico de la familia. Entre llantos, desesperación y falta de respuestas, la servidumbre comenzó a especular. No hubo un pronóstico grave para el niño, pero a Mettalise le fue diagnosticado un fuerte ataque de ansiedad. Ya nunca más volvería a ser la misma.
A la mañana siguiente el ama de llaves llamó reiteradamente a la puerta de la señora, pero ésta no abría la puerta, así que decidió entrar sin permiso. Su boca se torció en una mueca de sorpresa y de miedo al contemplar a Mettalise frente al espejo con el rostro chupado y las ojeras bien marcadas, de no haber dormido nada. Ella miró a su criada desde el espejo, a los ojos, sin mover la cabeza. El ama de llaves sintió cómo algo dentro de ella se paralizaba por el miedo. Y es que, desde esa mañana en la que la informaron de que habían descubierto desgraciadamente las ropas de su “difunto” marido tiradas en el camino, algo dentro de su mente se estropeó para siempre. El ama de llaves miró de reojo la cuna de Ejnar y lo compadeció desde lo más profundo de su corazón.
* * *
Copenhague, verano de 1789.
Era el decimosexto cumpleaños de Ejnar Bohr y el revuelo en la casa era, aparte de extraordinario, impresionante. Decorados por todas partes, mesas limpias, manteles relucientes, cristalería perfecta, cubertería de plata, alfombras de terciopelo perfectamente pulido y, como no, joyas y glamour por todas partes. Todo estaba casi listo y la señora Mettalise se paseaba por toda la casa con los ojos abiertos y una mueca labial que destilaba miedo y maldad por todas partes. Era una mujer bellísima cuya belleza se había ido mitigando con el paso del tiempo hasta convertirse en una marmórea alma en pena. Todo lo que hacía terminaba mal, sus órdenes eran irracionales y su comportamiento siempre se veía influenciado por voces que ella misma decía escuchar en su cabeza de forma persistente.
Loca. Estaba completamente loca desde la noche en la que su mente dejó de funcionar correctamente. Todo se había vuelto negro, peligroso y ello había desembocado en muchas manías cuya raíz estaba siempre en “proteger a su pequeño”. Excesivos cuidados que al joven Ejnar sacaban de quicio una vez tras otra… Como por ejemplo la insistente manía de su madre de que aprendiera a tocar el violonchelo. A pesar de todo, esa había sido la única idea que había acertado a encomendarle a su hijo. A Ejnar le chiflaba su instrumento, del cual ofrecería un pequeño concierto a media noche. Pero su insistencia era excesiva, hasta el punto en el que a veces Ejnar odiaba la música. Él era grande en la doctrina, se veía con futuro… Pero tanta y tanta presión sólo le inculcaban una tirria cada vez mayor hacia las cuerdas.
Mettalise corría por todas partes seguida de sus criadas que sujetaban entre sus manos todo lo necesario para obtener un buen resultado, sobretodo ornamental. Se acercaba la hora de llegada de los invitados y todavía faltaban, según ella, detalles por concretar. Eso la ponía nerviosa, histérica, incluso le levantó la mano a alguna de las criadas. Sus ojos enfermizos parecían contener chispas amarillentas que titilaban cuando se abrían desmesuradamente. Una de las razones por las que su locura, al menos, no menguaba, era que su fortuna mermaban considerablemente todos los días. Sus caprichos eran cada vez más y más caros, aunque eran cosas prácticamente inservibles. Casas que nunca pisaban, ropa que nunca se ponían, adornos que nunca relucían… Pero ella quería más y más. Consumir era una efecto secundario de sentirse poderosa… ¿O tal vez la mayor consecuencia?
Ejnar dormitaba en su habitación. Dentro de la cama y mirando de refilón su violonchelo, apoyado cerca de la ventana, dejaba pasar el tiempo. Unos porrazos en la puerta y unos gritos enfermizos tras ésta lo hicieron suspirar y querer morir en es mismo instante, pero se levantó y se vistió por respeto a todo el trabajo realizado y a las personas que se habían dejado los nervios por ello. Salió de su habitación con el porte grácil y risueño que había ensayado durante días y se paseó por entre todo el mundo con fingida alegría. La realidad era que no le gustaban sus cumpleaños. No, no como a cualquier niño, porque los demás niños no tenían a una demente como madre, ni tampoco recibían palizas cuando a ésta se le cruzaban los cables.
Pero ese cumpleaños sería especial para él, porque esa noche, después de charlar con gente, de recibir las compasivas miradas de quienes sabían del estado de su madre y lo miraban con lástima, de reír sin tener ganas y de un sinfín de cosas más, Ejnar recibió la ORDEN de Mettalise de tocar el violonchelo. Todos prestaron atención a las cortas palabras del tímido muchacho, quien comenzó a deslizar el arco y los dedos por sobre las cuerdas con gran precisión y maestría, sin apenas esforzarse para ello, solamente dejándose llevar. Entre el público se hallaba un caballero de dudosa posición que al finalizar el pequeño concierto se acercó a la madre del muchacho y le ofreció llevárselo de “gira”. Ella, por supuesto, mirando por dinero, aceptó sin consultárselo. Pero el muchacho, al enterarse por la noche de boca de su progenitora, se negó rotundamente. ¡No!, era lo único que salía de boca del chico. Y no sólo eran unas exclamaciones de negativa hacia su idea, sino también porque no quería recibir más golpes, golpes que estaba recibiendo desde arriba mientras estaba tirado en el suelo. Una noche más, dormiría caliente.
Siguió pasando el tiempo y Mettalise descubrió que aquel caballero era un bandolero al que habían asesinado colgándolo de un árbol. Entonces, su defectuosa mente supo que había hecho algo malo y fue a ver a su hijo que, como siempre, miraba por la ventana en busca de una ensoñación de libertad imposible. Lo abrazó y con su voz espectral le pidió perdón y prometió que nunca más le volvería a poner una mano encima… Pero él tenía que ser bueno, sino…
Unos meses más tarde, lo que quedaba de la familia Bohr estaba arruinada. Mettalise se había encargado de llegar hasta ello. Para colmo, ella sospechaba de que a su hijo le atraían sexualmente los hombres, hecho cierto, pero que nunca pudo confirmar verdaderamente. Sin embargo, no había sido Mettalise la única causante de la ruina. Un antiguo pretendiente al que había rechazado infinidad de veces se había dedicado a mover hilos y abogados para que misteriosamente la fortuna mermada sufriera pérdidas con el paso del tiempo. Entonces a Mettalise no le quedó más remedio que aceptar su propuesta de matrimonio, o se vería en la calle junto a su asustado hijo.
Fue una ceremonia discreta y marcada por el autoritarismo de Erik, el padrastro de Ejnar, autoridad que dominaría sus vidas durante los próximos años. Al día siguiente, cuando Mettalise ya mostraba sus primeros moratones en rostro y espalda, se metieron en un coche de caballos que los llevaría a su nueva residencia: Nakskov.
Nakskov, sur de Dinamarca, invierno de 1793.
Habían pasado cinco años y gracias a ese matrimonio Mettalise se había estabilizado, pero no emocionalmente, sino físicamente debido a las palizas que recibía de parte de su nuevo marido. Ahora era Ejnar el que verdaderamente se compadecía de ella, pero no hacía nada. Al contrario, disfrutaba de cada gemido de dolor que su madre profería. “Así aprenderás”, le decía mentalmente cuando ocurría.
Ahora con la libertad otorgada gracias a sus veinte años, Ejnar podía ir y venir de la casa cuando le placía. Sí… Ahora por fin comenzaba a ser libre, como siempre había soñado a través del cristal de su antigua habitación. En esas escapadas, evidentemente nocturnas en su mayoría, iba a lo que iba. Buscaba el amor que nunca le habían dado en brazos de otras personas, en cuerpos ajenos al suyo que al mismo tiempo lo hacían sentir como si realmente valiera la pena. Se sentía querido. Pero apenas buscaba mujeres. Mujeres… Le atraían, sí, algunas lograban llevárselo hasta el cielo y hacerle tocar las estrellas con la punta de los dedos… Pero irremediablemente se acordaba de una mujer: su madre. De modo que… Lo que buscaba, eran hombres. En su mayoría eran hombres porque, por una parte, eran quienes realmente le atraían y, por otra, porque era un modo de evadirse físicamente del pensamiento femenino que lo atormentaba cuando veía una mujer. Necesitaba, anhelaba caricias sobre su cuerpo que fueran producidas por manos cálidas y fuertes, suaves e insistentes… Manos de hombre. Acostarse con hombres era también una manera de imaginarse cómo habría sido el abrazo de un padre que nunca tuvo ni apenas llegó a conocer.
Un amanecer Ejnar volvió a casa y se encontró con que la puerta de la habitación de sus “padres” estaba extrañamente entreabierta, y que de ella provenía un olor fuerte. Nada más empujar las hojas de madera, supo que otro cambio se avecinaba en su vida: Mettalise estaba tirada en el suelo, con el vestido desgarrado y arañazos y moratones por todas partes. También tenía un cuchillo en la mano, y la sangre que bañaba la hoja metálica no era suya, sino de Erik, quien descansaba sin vida sobre un gran charco de sangre que nacía de su cuello. Ejnar abrazó sin saber por qué a su madre y esa misma mañana huyeron juntos del lugar, no sin antes coger algo de dinero. Tomaron un barco que los llevó hasta el Imperio Alemán, y ahí empezó su nueva vida como fugitivos.
Rostock, norte del Imperio Alemán, invierno de 1793.
Acababan de llegar a un país que desconocían pero cuyo idioma, gracias a sus clases, Ejnar manejaba con algo de fluidez. Tras días sin comer a Mettalise no se le ocurrió otra cosa vender su cuerpo para poder hacerlo. Ejnar se opuso desde un principio, pero mientras dormían en algún callejón Mettalise se escapaba y al día siguiente traía comida o, en su defecto, dinero. En cierto modo, el estómago de Ejnar ganaba a su corazón.
Fue pasando el tiempo y llegó de nuevo el verano. Tanto Mettalise como Ejnar se acostumbraron a aquella vida y, un día cansado de esperar a su madre, Ejnar también decidió probar suerte… Obteniendo bastantes buenos resultados. Sí, tanto los hombres como las mujeres lo buscaban y su “fama” creció entre los libertinos y libertinas. Una noche Mattalise volvió mal al callejón en el que vivían. Le dolía el estómago y sangraba por entre las piernas, resbalándole por éstas varias hileras de sangre cuyas gotas finales iban cayendo al suelo conforme avanzaba penosamente. Ejnar no estaba, se encontraba ofreciendo sus servicios a una joven aristócrata que se casaba al día siguiente, así que la demente Mettalise cayó finalmente al suelo, perdiendo a su nuevo hijo. Los ojos celestes de la loca miraron al cielo y éste fue lo último que vieron.
Cuando el muchacho volvió y la encontró, suspiró hondamente y supo que por fin todo había terminado. Pero su gloria no duró mucho. Abandonó el callejón tras “robarle” a su madre el dinero que tenía en su bolsito y se largó a recorrer la ciudad. Una ciudad que esa noche estaba bañada por la plateada luz de la luna llena. Se detuvo frente a un pequeño embalse y allí se arrodilló para lavarse la cara. Mientras se miraba en el reflejo del agua escuchó un sonido extraño, como un perro grande y rabioso, y antes de darse cuenta tuvo encima a una enorme bestia que le arañgó la cara, el pecho y le mordió el antebrazo en un intento de asestarle un puñetazo que no sirvió de nada. Afortunadamente ya estaba amaneciendo y, quién sabe por qué, la bestia infernal huyó de repente. Menos mal que Ejnar estaba en una zona en la que nadie podría verlo fácilmente… Porque se quedó ahí tirado casi todo el día, hasta el atardecer. Se despertó sudoroso y con un dolor terrible en el cuerpo, incluso ganas de vomitar.
No le dio importancia al acontecimiento y noche tras noche volvió a vender su cuerpo durante años, pasando por infinidad de camas, brazos y promesas rotas. Tuvo la suerte de que su renombre llegó a oídos de las clases altas y así logró algo que nunca se había propuesto. De pronto una noche, en la cama de uno de sus clientes tras haber mantenido relaciones, éste le ofreció ser sólo para él a cambio de una suma considerable. Pero no sólo eso, sino que también le ofreció quedarse en aquella misma casa a cambio todo de estar disponible cada vez que su nuevo “amo” lo requiriese. Y aceptó con tal de no seguir durmiendo sobre adoquines.
Fueron pasando los años y Ejnar fue pasando de mano en mano, según sus amos y amas se iban cansando de él. Pasó por múltiples ciudades y países: Imperio Alemán, Polonia (donde sufrió su primera transformación), Checoslovaquia, Suiza… Hasta que llegó a Francia. Allí su amo decidió instalarse en un lugar de prestigio, París. Una mañana, éste lo echó a la calle como a un perro después de pagarle su año y medio de servicio y Ejnar vagó por la ciudad varios días sin saber a dónde ir, pero sí sabiendo qué hacer… Al fin y al cabo, creía que para eso había nacido. Siguiendo los pasos de su madre de alguna forma, tanto en profesión como en estado mental. No, nunca se volvió loco, pero en ocasiones le hubiera gustado estarlo para no ser consciente de todo aquel sufrimiento.
París, primavera de 1797.
Y de nuevo, una mujer. Una mujer lo despertó una noche cuando estaba dormitando en medio de un parque, a escondidas. Esa preciosidad a sus ojos vestía de forma poco ortodoxa que en seguida le dijo qué era. Era como él. ¿O él era como ella? No quiso saberlo, pero cuando ella le preguntó, él contestó. Como estaba acostumbrado: a obedecer. Entonces ella le propuso que la acompañara y accedió. Cuando llegaron a aquel lugar en el que las risas, el alcohol y el despilfarro reinaban tardó bastante en acostumbrarse, pero al menos dormía y comía caliente. Se quedó. Y entonces se propuso a sí mismo que nunca más volvería a pasar por algo así. Se quedaría toda su vida ejerciendo de aquello, sin volver a pensar nunca más en su madre o en su pasado.
Desde aquel día han pasado algunos años. Ejnar se convirtió en un muchacho cuya vida transcurriría entre besos, caricias y gemidos pagados. Permanecería a la espera de que alguien que necesitase de amor y cariño, como él hizo una vez, acudiera a sus brazos en busca de su amor y de su cariño.