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Solitaria, pensativa, divertida en mayor o menor medida, gusto por escuchar, leer, escribir, escuchar música, imaginar, sentir.

domingo, 27 de mayo de 2012

Luz del alba


Prefacio.

Si existiere una palabra, una sola, para definir a Beth, esa sería sin duda Libre. A pesar de su condición, no hay que olvidar que lo que hace, lo hace porque quiere. Nadie la obliga. Nadie se lo prohíbe. Beth, es libre. Completamente libre.




Introducción.

Clarissa nació en el seno de lo que parecía ser una familia normal. Su padre trabajaba labrando las tierras, su madre cuidaba de la casa y sus hermanos curtían pieles que luego vendían. Ella, la pequeña, se limitaba a crecer entre juegos y risas. Por aquel entonces todavía tenía pureza en su interior, y también la inocencia de una niña. Pero poco a poco fue creciendoy su carita de niña de transformó en la de un bellísimo ángel que te enamoraba con la mirada. Su cuerpo era hermoso hasta por encima de la ropa, y todos los hombres, incluso alguna vez, su padre, se preguntaban cómo sería su piel, cómo sería tocarla, besarla y tenerla cada noche a su lado.

Bondadosa hasta el deliro, siempre estaba ayudando a los demás en lo que podía... hasta que un día llegó un viajero al pueblo. Un hombre extraño y reservado que inmediatamente suscitó murmuros entre los habitantes del lugar, incluida Clarissa, siempre tan curiosa. Al parecer corría el rumor de que podía ser un mago, un brujo, o algo parecido, ya quer siempre se le veía acompañado de un libro de hechizos. La corrupción de Clarissa comenzó justo en el instante en el que supo aquello, porque desató su curiosidad al máximo llevándola a hacer cosas de las que nunca se creyó capaz.

Pasado un tiempo ya todos se habían acostumbrado a la presencia del extraño, aunque a menudo se escuchaban cosas como [i]"No se sabe de dónde saca el dinero para pagar la posada, no trabaja en nada"[/i] que mantenían viva y latente la curiosidad. Un día, mientras Clarissa paseaba por el bosque, se encontró a un hombre. Era guapísimo. Su rostro era hermosísimo, y... su cuerpo. Ay, su cuerpo. El hombre estaba bañándose en el río y solamente lo cubrían unas finas calzas. Tenía el torso a la vista, y Clarissa de inmediato notó que se le encendían las mejillas. Eso nunca antes le había pasado. Eh aquí una señal más de su corrupción. Se quedó agazapada bajo unos arbustos y se quedó mirando aquella obra maestra. Cuando el hombre salió, se secó la cara con lo que pareció su camisa y, al levantarla, Clarissa vio cómo caía un libro. El libro de hechizos que el extraño llevaba siempre. En ese momento, y sin saber por qué, la asaltó un miedo extraño. Tenía, de pronto, ganas de lanzarse sobre él, pero también sentía que eso no debía ser. Sin poder aguantarse más, salió corriendo sin reparar en que él podía verla. Y la vio.


Luz del alba.

"¿Qué fue eso que sentí el otro día?", se preguntaba una noche mientras miraba por la ventana. Desde entonces no había podido parar de darle vueltas, por más que intentaba sacarse esas imágenes de la cabeza. Con la mirada perdida creyó advertir movimiento fuera, algo que parecía salir de su casa. Buscó la sombra con la mirada, con el ceño fruncido, y algo la impulsó a seguirla. Eso hizo, y cuál no fue su sorpresa, tras dar varias vueltas incoherentes (de despiste, entendería después), de que esa sombra era su madre. La reconoció cuando se quitó la capucha al entrar en la casa. La casa de las putas. En ese momento algo dentro de ella se rompió, pudo sentirlo. Volvió a casa corriendo y se metió en la cama, a llorar toda la noche. Por la mañana tenía los ojos morados, así que tuvo que maquillarse con polvos para disimular. Cuando se encontró a su madre en la cocina, ésta actuó como si nada. Como si nunca hubiese salido de casa.

Con el paso del tiempo Clarissa fue cambiando. Saber que su madre era una puta fue un golpe duro, darse cuenta de que pensar en ese viajero encendía su cuerpo la asustaba, y ahora, descrubrir una noche a su padre en la cama con otra mujer terminó de rematarla. Su familia era de porcelana. Y su vida una mentira.
Días después sus hermanos murieron en un asalto cuando transportaban pieles. Aquello, sinceramente, ya le dio igual. Estaba tan dolida por todo que su corazón se negaba rotundamente a aceptar más dolor. Y se cerró al mundo.

Pasaron los meses y todo siguió igual, con la diferecia de que Clarissa apenas salía de su habitación, y cuando lo hacía era para ir a lugares que no quería decir a nadie. Y es que, a menudo, ni ella misma lo sabía. Pero pasaba que se iba al río a ver al viajero, cuyo acuñamiento ya parecía perpetuo. Tenía, sentía la necesidad de volver a verlo cada vez que se iba, era un deseo irrefrenable que no tenía sentido. Cierto era que Clarissa se encontraba... "en esa edad", pero lo que la asustaba realmente era que sólo le atraía él. Él. Ningún otro tenía cabida en sus pensamientos, sólo aquél hombre que no conocía de nada ni con el que había intercambiado un par de palabras si quiera desde su llegada. Siempre quería verlo otra vez. Y otra vez. Y otra vez más.


El sueño de la conversión.

El día en el que cambió la vida de Clarissa para siempre llegó mientras ella soñaba. En su sueño estaba atada a una cama, y aunque todo estaba borroso lo sabía por su posición y su perspectiva. Sentía que le dolían las muñecas por las ataduras, pero por más que se retorcía no lograba zafarse de las cuerdas. En un momento dado, un ruido acaparó su atención y una puerta se abrió, dando paso a una figura enorme de lo que pareció ser un hombre. No podía verle bien la cara porque portaba una máscara, pero bajo su brazo derecho sujetaba un libro viejo, con las pastas marrones y muy, muy degastado. No podía creérselo. ¿Qué estaba haciendo el viajero en su sueño? Más concretamente, ¿qué era ese sueño? ¿Por qué estaba soñando aquella incoherencia? ¿Por qué?

Desde que apareció el viajero Clarissa no pudo mirar a otro sitio. Sus ojos sólo lo enfocaban a él, y aunque ella seguía moviéndose, su cuerpo parecía ir por un lado y sus ojos por otro. Sus movimientos, recordaría después, eran pausados y tranquilos, como si estuviese a punto de suceder algo y quisiera saborear el momento. ¿Qué sería? Lo descubriría en seguida...
Cuando al fin comprendió que histérica no ganaría nada, se calmó, pero no dejó de intentar soltarse. Sin embargo, el viajero se terminó de acercar a los pies de la cama y, lentamente, cogió el libro y lo abrió casi por la mitad, sujetándolo con una mano mientras que con el índice de la otra seguía las líneas que parecía estar leyendo. Clarissa poco a poco se fue quedando sin fuerzas. Sentía algo extraño, una sensación como la de estar cayendo a un abismo tan profundo que la luz se iba perdiendo confirme caía. De pronto, el viajero la miró y comenzó a leer en voz alta, aunque sólo era un murmuro. Clarissa no pudo entenderlo, pero no hubiese podido igualmente. Leía en una lengua antigua, muy antigua, tan antigua seguramente como el libro, que parecía dispuesto a hacerse cenizas de un momento a otro. Clarissa comenzó poco a poco a perder el poco sentido que le quedaba.

Ella nunca lo sabría, pero fuera del sueño, en su cama, Clarissa se había incorporado lentamente y, aunque tenía los ojos cerrados, podía verlo todo. Veía su sombra en la pared, las sábanas, la puerta, los muebles, todo. ¿Pero qué...?

En su sueño, había pasado exactamente lo mismo. De pronto Clarissa ya no tenía cuerdas. Ahora estaba incorporada y podía ver su cuerpo entero... apenas cubierto. De hecho, sólo la cubrían las sábanas. El viajero no tenía el libro, ni tampoco la máscara. Todo había cambiado y no se había dado cuenta de cuándo, ni de cómo. De pronto, extendió los brazos hacia el viajero. No podía saberlo, pero la estaba contorlando. Todos los movimientos que hacía, todo lo que haría y diría sería porque él así lo querría. Él se subió a la cama y empezó a gatear hacia ella, hasta que Clarissa pudo rodearle el cuello con los brazos. Entonces, sin decir nada, la besó. Y poco a poco la fue tumbando hasta que él quedó sobre ella, entre sus piernas. Un risa leve y gutural le heló el corazón a Clarissa, que seguía sin poder controlar sus propios movimientos. Él se acercó a su orjea y le susurró cosas que no supo identificar, pero que entendía. Él simplemente le estaba diciendo que sería suya. Suya.

-Llevo observándote desde que llegué -le susurró -Y eres perfecta para mis planes, perfecta, especial. Pero... no te necesito a ti... Lo que realmente necesito, es tu vientre.

Y lo que pasó a continuación no hace falta contarlo.

Por la mañana Clarissa se levantó dolorida. Estaba boca arriba, con las piernas abiertas, los muslos ensangrentados y las muñecas marcadas. Un sueño. Sólo un sueño. Se sentía viva. Se sentía otra.


La fuga.

Pasaron varias semanas hasta que los padres de Clarissa se percatasen de su malestar. Antes no habían tenido tiempo, claro. A pesar de sus acciones, el hecho de darse cuenta de que su hija estaba encinta hizo que se llevaran las manos a la cabeza, aquello era una deshonra. De todos modos, no es que a Clarissa le importasen los insultos, la amenazas y las habladurías. Ya no era la misma. Algo en su mente y en su corazón había cmabiado. Aquel sueño que tuvo con el viajero no fue sólo un sueño, fue algo más, fue real. Si hubiese sido un sueño todo habría quedado en una excitación desocontrolada mientras soñaba, pero, ¿y el embarazo? No... un sueño no te dejaba preñada, no señor. Lo que Clarissa se preguntaba era, simplemente, cómo lo había hecho. "Eres perfecta para mis planes", le había dicho. ¿Qué planes? "Lo que necesito es tu vientre". Su vientre.

En esas semanas Clarissa no había vuelto a saber nada del viajero, pero no sólo era ella, sino que nadie lo había visto. Una noche, cubierta por una capa, se acercó a la posada a preguntar por él. El posadero no tardó en cantar: una madrugada se largó sin más. Dejó el dinero sobre la cama, y se fue. Al volver a casa Clarissa llegó a la conclusión de que todo había sido un engaño. No podía tener otra explicación, porque todo aquello, sin reparar en lo del sueño, era más que absurdo. Aquel hombre simplemente se le había metido por los ojos y punto, pero nunca pasó nada... Nunca.

Un mes más tarde a Clarissa ya se le notaba el embrazo, por lo que los cuchicheos se acrecentaron notablemente. La gente murmuraba cuando ella pasaba, le decían de todo pero nadie se atrevía a hacerlo en voz alta. Conforme su embarazo se iba desarrollando también lo hizo una especia de aura maligna que desprendía allá donde fuere. Nadie sabía darle una explicación, ni siquiera ella misma, pero ahí estaba. Desafortunadamente una noche, sus padres discutieron terriblemente. Ella, con la maldad aflorando por su boca, se plantó delante de ellos dos y los delató a ambos. Ninguno pudo acusar al otro, pero los dos querían matarse mutuamente. Ella volvió a su habitación como si nada, y se acostó. Abajo, en el salón, se escucharon más gritos y después un disparo. Silencio. Más siencio. Y finalmente otro disparo.

Se despertó en medio de la noche. Una voz la llamaba, una voz interior que retumbaba en su cabeza. Esa voz le decía que se fuera al bosque, y se repetía una y otra vez. Salió de la cama, bajó las escaleras, pisó la sangre derramada de los dos cadáveres, salió de la casa y entonces echó a correr. No sabía por qué hacía eso, simplemente, algo la llamaba.

En un claro del centro del bosque la esperaba el viajero. Le explicó que se tenía que ir con él, y como Clarissa estaba en trance, casi como muerta en vida, aceptó.


Supervivencia.

Pasaron los meses y su vientre se fue hinchando cada día un poco más. Se habían instalado en ninguna parte, puesto que viajaban constantemente en una caravana. Ella apenas había salido de su pueblo y estaba asustada porque no sabía qué pasaba, ni qué le deparaba el futuro. Día sí día también su interior se iba apagando cada vez más, como si la criatura dentro de ella la fuera consumiendo. Le costaba andar, respirar, comer, hasta reír. A pesar de todo, Clarissa reía. El viajero, cuyo nombre nunca reveló, la hacía feliz, muy feliz. Siempre estaba atento, pendiente de si necesitaba algo. Cuando Clarissa le preguntaba acerca del sueño, él simplemente no contestaba. Decía que a veces las cosas eran difíciles de explicar, pero que a menudo carecían de una explicación de lo difícil y chocante que sería. Al final, Clarissa desistió.

Y por fin llegó el día en el que dio a luz. Fue un parto algo complicado, pero por fortuna no pasó nada grave. Clarissa alumbró a su hijo en una oscura cueva, pero al menos era cálida y no hacía frío. Con el calor de la cueva y su hijo en brazos, Clarissa se durmió. A la mañana siguiente, cuando se despertó, estaba sola. Ni el viajero, ni su hijo, ni tampoco la sensación de adormidera. No se sentía como en medio de un bucle, pero seguía sin ser la misma. Furiosa quiso salir corriendo, pero aún débil por el parto no pudo. Sólo pudo caminar a duras penas y ni eso pudo impedir que continuara sangrando un poco más. La habían vuelto a engañar.

Los días pasaban y ella iba perdiendo las pocas fuerzas que le quedaban. Anduvo casi una semana hasta que consiguió encontrar un río en el que beber y lavarse. Comer, comió algunos frutos que conocía, pero no mucho más. Se quedó allí unos días hasta que recobró fuerzas, y después volvió a ponerse en marcha. Esa vez no podría recordar el tiempo que vagó de aquí para allá, pero fue tanto que un día no pudo más y se desmayó.

Cuando despertó, estaba en una cama tapada con una cálida manta y con comida y agua al lado. El cuerpo le dolía horrores, pero eso no impidió que saliera escopeteada hacia el plato de comida y hasta llorara de alegría. ¿Cuánto hacía que no comía bien? Mientras devoraba la comida entró alguien a la habitación. Era una monja, la madre superiora. Le explicó que la habían encontrado en los alrededores del convento, llamado de los Cavardianos, y que se encontraba en Bagarok. Clarissa sabía que no podía dejar pasar aquella oportunidad y se inventó una historia en la que ella era una vícitima de un padre terrible que la golpeaba y de un pretendiente que casi la mata por rechazarla, pero que no recordaba nada desde que se escapó. Fingió ser la niña buena de antaño y, con falsas lágrimas, le pidió cobijo. La monja se conmpadeció de ella y aceptó encantada. Y Clarissa se quedó.

No obstante, a Clarissa una vida de castidad después de haber probado el sexo con aquel viajero (que, evidentemente, se repitió en más de una ocasión cuando estuvieron juntos), no era precisamente lo que la llamaba. Andando por aquel nuevo lugar descubrió un burdel. Y no tardó en empezar a escaparse para lo evidente. Durante el día estaba en el convento, fingiendo ser una novicia más, pero por la noche, gracias a su habilidad para no hacer ruido ni ser vista, se escapaba al lupanar y volvía de madrugada, antes del canto del alba. Y pasaron los años.

Epílogo.

Todos tenemos secretos. Todos. Y Clarissa, que pasó a llamarse Elisabeth cuando por fin se convirtió en una monja más del convento, nunca reveló que mentía al padecer amnesia, que era madre y que su pasado no era el que había contado. Su pasado estaba enterrado, porque al final perdió la esperanza de encontrar algún día a su hijo. El padre era un brujo... podía esperarse cualquier cosa. Sin embargo, el viajero en el sueño le susurró que necesitaba su vientre pero porque ella era perfecta, especial. Y ella siempre se ha preguntado, ¿por qué?