Prefacio.
Si
existiere una palabra, una sola, para definir a Beth, esa sería sin
duda Libre. A pesar de su condición, no hay que olvidar que lo que
hace, lo hace porque quiere. Nadie la obliga. Nadie se lo prohíbe.
Beth, es libre. Completamente libre.
Introducción.
Clarissa
nació en el seno de lo que parecía ser una familia normal. Su padre
trabajaba labrando las tierras, su madre cuidaba de la casa y sus
hermanos curtían pieles que luego vendían. Ella, la pequeña, se
limitaba a crecer entre juegos y risas. Por aquel entonces todavía
tenía pureza en su interior, y también la inocencia de una niña.
Pero poco a poco fue creciendoy su carita de niña de transformó en
la de un bellísimo ángel que te enamoraba con la mirada. Su cuerpo
era hermoso hasta por encima de la ropa, y todos los hombres, incluso
alguna vez, su padre, se preguntaban cómo sería su piel, cómo
sería tocarla, besarla y tenerla cada noche a su lado.
Bondadosa
hasta el deliro, siempre estaba ayudando a los demás en lo que
podía... hasta que un día llegó un viajero al pueblo. Un hombre
extraño y reservado que inmediatamente suscitó murmuros entre los
habitantes del lugar, incluida Clarissa, siempre tan curiosa. Al
parecer corría el rumor de que podía ser un mago, un brujo, o algo
parecido, ya quer siempre se le veía acompañado de un libro de
hechizos. La corrupción de Clarissa comenzó justo en el instante en
el que supo aquello, porque desató su curiosidad al máximo
llevándola a hacer cosas de las que nunca se creyó capaz.
Pasado
un tiempo ya todos se habían acostumbrado a la presencia del
extraño, aunque a menudo se escuchaban cosas como [i]"No se
sabe de dónde saca el dinero para pagar la posada, no trabaja en
nada"[/i] que mantenían viva y latente la curiosidad. Un día,
mientras Clarissa paseaba por el bosque, se encontró a un hombre.
Era guapísimo. Su rostro era hermosísimo, y... su cuerpo. Ay, su
cuerpo. El hombre estaba bañándose en el río y solamente lo
cubrían unas finas calzas. Tenía el torso a la vista, y Clarissa de
inmediato notó que se le encendían las mejillas. Eso nunca antes le
había pasado. Eh aquí una señal más de su corrupción. Se quedó
agazapada bajo unos arbustos y se quedó mirando aquella obra
maestra. Cuando el hombre salió, se secó la cara con lo que pareció
su camisa y, al levantarla, Clarissa vio cómo caía un libro. El
libro de hechizos que el extraño llevaba siempre. En ese momento, y
sin saber por qué, la asaltó un miedo extraño. Tenía, de pronto,
ganas de lanzarse sobre él, pero también sentía que eso no debía
ser. Sin poder aguantarse más, salió corriendo sin reparar en que
él podía verla. Y la vio.
Luz
del alba.
"¿Qué
fue eso que sentí el otro día?", se preguntaba una noche
mientras miraba por la ventana. Desde entonces no había podido parar
de darle vueltas, por más que intentaba sacarse esas imágenes de la
cabeza. Con la mirada perdida creyó advertir movimiento fuera, algo
que parecía salir de su casa. Buscó la sombra con la mirada, con el
ceño fruncido, y algo la impulsó a seguirla. Eso hizo, y cuál no
fue su sorpresa, tras dar varias vueltas incoherentes (de despiste,
entendería después), de que esa sombra era su madre. La reconoció
cuando se quitó la capucha al entrar en la casa. La casa de las
putas. En ese momento algo dentro de ella se rompió, pudo sentirlo.
Volvió a casa corriendo y se metió en la cama, a llorar toda la
noche. Por la mañana tenía los ojos morados, así que tuvo que
maquillarse con polvos para disimular. Cuando se encontró a su madre
en la cocina, ésta actuó como si nada. Como si nunca hubiese salido
de casa.
Con
el paso del tiempo Clarissa fue cambiando. Saber que su madre era una
puta fue un golpe duro, darse cuenta de que pensar en ese viajero
encendía su cuerpo la asustaba, y ahora, descrubrir una noche a su
padre en la cama con otra mujer terminó de rematarla. Su familia era
de porcelana. Y su vida una mentira.
Días
después sus hermanos murieron en un asalto cuando transportaban
pieles. Aquello, sinceramente, ya le dio igual. Estaba tan dolida por
todo que su corazón se negaba rotundamente a aceptar más dolor. Y
se cerró al mundo.
Pasaron
los meses y todo siguió igual, con la diferecia de que Clarissa
apenas salía de su habitación, y cuando lo hacía era para ir a
lugares que no quería decir a nadie. Y es que, a menudo, ni ella
misma lo sabía. Pero pasaba que se iba al río a ver al viajero,
cuyo acuñamiento ya parecía perpetuo. Tenía, sentía la necesidad
de volver a verlo cada vez que se iba, era un deseo irrefrenable que
no tenía sentido. Cierto era que Clarissa se encontraba... "en
esa edad", pero lo que la asustaba realmente era que sólo le
atraía él. Él. Ningún otro tenía cabida en sus pensamientos,
sólo aquél hombre que no conocía de nada ni con el que había
intercambiado un par de palabras si quiera desde su llegada. Siempre
quería verlo otra vez. Y otra vez. Y otra vez más.
El
sueño de la conversión.
El
día en el que cambió la vida de Clarissa para siempre llegó
mientras ella soñaba. En su sueño estaba atada a una cama, y aunque
todo estaba borroso lo sabía por su posición y su perspectiva.
Sentía que le dolían las muñecas por las ataduras, pero por más
que se retorcía no lograba zafarse de las cuerdas. En un momento
dado, un ruido acaparó su atención y una puerta se abrió, dando
paso a una figura enorme de lo que pareció ser un hombre. No podía
verle bien la cara porque portaba una máscara, pero bajo su brazo
derecho sujetaba un libro viejo, con las pastas marrones y muy, muy
degastado. No podía creérselo. ¿Qué estaba haciendo el viajero en
su sueño? Más concretamente, ¿qué era ese sueño? ¿Por qué
estaba soñando aquella incoherencia? ¿Por qué?
Desde
que apareció el viajero Clarissa no pudo mirar a otro sitio. Sus
ojos sólo lo enfocaban a él, y aunque ella seguía moviéndose, su
cuerpo parecía ir por un lado y sus ojos por otro. Sus movimientos,
recordaría después, eran pausados y tranquilos, como si estuviese a
punto de suceder algo y quisiera saborear el momento. ¿Qué sería?
Lo descubriría en seguida...
Cuando
al fin comprendió que histérica no ganaría nada, se calmó, pero
no dejó de intentar soltarse. Sin embargo, el viajero se terminó de
acercar a los pies de la cama y, lentamente, cogió el libro y lo
abrió casi por la mitad, sujetándolo con una mano mientras que con
el índice de la otra seguía las líneas que parecía estar leyendo.
Clarissa poco a poco se fue quedando sin fuerzas. Sentía algo
extraño, una sensación como la de estar cayendo a un abismo tan
profundo que la luz se iba perdiendo confirme caía. De pronto, el
viajero la miró y comenzó a leer en voz alta, aunque sólo era un
murmuro. Clarissa no pudo entenderlo, pero no hubiese podido
igualmente. Leía en una lengua antigua, muy antigua, tan antigua
seguramente como el libro, que parecía dispuesto a hacerse cenizas
de un momento a otro. Clarissa comenzó poco a poco a perder el poco
sentido que le quedaba.
Ella
nunca lo sabría, pero fuera del sueño, en su cama, Clarissa se
había incorporado lentamente y, aunque tenía los ojos cerrados,
podía verlo todo. Veía su sombra en la pared, las sábanas, la
puerta, los muebles, todo. ¿Pero qué...?
En
su sueño, había pasado exactamente lo mismo. De pronto Clarissa ya
no tenía cuerdas. Ahora estaba incorporada y podía ver su cuerpo
entero... apenas cubierto. De hecho, sólo la cubrían las sábanas.
El viajero no tenía el libro, ni tampoco la máscara. Todo había
cambiado y no se había dado cuenta de cuándo, ni de cómo. De
pronto, extendió los brazos hacia el viajero. No podía saberlo,
pero la estaba contorlando. Todos los movimientos que hacía, todo lo
que haría y diría sería porque él así lo querría. Él se subió
a la cama y empezó a gatear hacia ella, hasta que Clarissa pudo
rodearle el cuello con los brazos. Entonces, sin decir nada, la besó.
Y poco a poco la fue tumbando hasta que él quedó sobre ella, entre
sus piernas. Un risa leve y gutural le heló el corazón a Clarissa,
que seguía sin poder controlar sus propios movimientos. Él se
acercó a su orjea y le susurró cosas que no supo identificar, pero
que entendía. Él simplemente le estaba diciendo que sería suya.
Suya.
-Llevo
observándote desde que llegué -le susurró -Y eres perfecta para
mis planes, perfecta, especial. Pero... no te necesito a ti... Lo que
realmente necesito, es tu vientre.
Y
lo que pasó a continuación no hace falta contarlo.
Por
la mañana Clarissa se levantó dolorida. Estaba boca arriba, con las
piernas abiertas, los muslos ensangrentados y las muñecas marcadas.
Un sueño. Sólo un sueño. Se sentía viva. Se sentía
otra.
La
fuga.
Pasaron
varias semanas hasta que los padres de Clarissa se percatasen de su
malestar. Antes no habían tenido tiempo, claro. A pesar de sus
acciones, el hecho de darse cuenta de que su hija estaba encinta hizo
que se llevaran las manos a la cabeza, aquello era una deshonra. De
todos modos, no es que a Clarissa le importasen los insultos, la
amenazas y las habladurías. Ya no era la misma. Algo en su mente y
en su corazón había cmabiado. Aquel sueño que tuvo con el viajero
no fue sólo un sueño, fue algo más, fue real. Si hubiese sido un
sueño todo habría quedado en una excitación desocontrolada
mientras soñaba, pero, ¿y el embarazo? No... un sueño no te dejaba
preñada, no señor. Lo que Clarissa se preguntaba era, simplemente,
cómo lo había hecho. "Eres perfecta para mis planes",
le había dicho. ¿Qué planes? "Lo que necesito es tu
vientre". Su vientre.
En
esas semanas Clarissa no había vuelto a saber nada del viajero, pero
no sólo era ella, sino que nadie lo había visto. Una noche,
cubierta por una capa, se acercó a la posada a preguntar por él. El
posadero no tardó en cantar: una madrugada se largó sin más. Dejó
el dinero sobre la cama, y se fue. Al volver a casa Clarissa llegó a
la conclusión de que todo había sido un engaño. No podía tener
otra explicación, porque todo aquello, sin reparar en lo del sueño,
era más que absurdo. Aquel hombre simplemente se le había metido
por los ojos y punto, pero nunca pasó nada... Nunca.
Un
mes más tarde a Clarissa ya se le notaba el embrazo, por lo que los
cuchicheos se acrecentaron notablemente. La gente murmuraba cuando
ella pasaba, le decían de todo pero nadie se atrevía a hacerlo en
voz alta. Conforme su embarazo se iba desarrollando también lo hizo
una especia de aura maligna que desprendía allá donde fuere. Nadie
sabía darle una explicación, ni siquiera ella misma, pero ahí
estaba. Desafortunadamente una noche, sus padres discutieron
terriblemente. Ella, con la maldad aflorando por su boca, se plantó
delante de ellos dos y los delató a ambos. Ninguno pudo acusar al
otro, pero los dos querían matarse mutuamente. Ella volvió a su
habitación como si nada, y se acostó. Abajo, en el salón, se
escucharon más gritos y después un disparo. Silencio. Más siencio.
Y finalmente otro disparo.
Se
despertó en medio de la noche. Una voz la llamaba, una voz interior
que retumbaba en su cabeza. Esa voz le decía que se fuera al bosque,
y se repetía una y otra vez. Salió de la cama, bajó las escaleras,
pisó la sangre derramada de los dos cadáveres, salió de la casa y
entonces echó a correr. No sabía por qué hacía eso, simplemente,
algo la llamaba.
En
un claro del centro del bosque la esperaba el viajero. Le explicó
que se tenía que ir con él, y como Clarissa estaba en trance, casi
como muerta en vida, aceptó.
Supervivencia.
Pasaron
los meses y su vientre se fue hinchando cada día un poco más. Se
habían instalado en ninguna parte, puesto que viajaban
constantemente en una caravana. Ella apenas había salido de su
pueblo y estaba asustada porque no sabía qué pasaba, ni qué le
deparaba el futuro. Día sí día también su interior se iba
apagando cada vez más, como si la criatura dentro de ella la fuera
consumiendo. Le costaba andar, respirar, comer, hasta reír. A pesar
de todo, Clarissa reía. El viajero, cuyo nombre nunca reveló, la
hacía feliz, muy feliz. Siempre estaba atento, pendiente de si
necesitaba algo. Cuando Clarissa le preguntaba acerca del sueño, él
simplemente no contestaba. Decía que a veces las cosas eran
difíciles de explicar, pero que a menudo carecían de una
explicación de lo difícil y chocante que sería. Al final, Clarissa
desistió.
Y
por fin llegó el día en el que dio a luz. Fue un parto algo
complicado, pero por fortuna no pasó nada grave. Clarissa alumbró a
su hijo en una oscura cueva, pero al menos era cálida y no hacía
frío. Con el calor de la cueva y su hijo en brazos, Clarissa se
durmió. A la mañana siguiente, cuando se despertó, estaba sola. Ni
el viajero, ni su hijo, ni tampoco la sensación de adormidera. No se
sentía como en medio de un bucle, pero seguía sin ser la misma.
Furiosa quiso salir corriendo, pero aún débil por el parto no pudo.
Sólo pudo caminar a duras penas y ni eso pudo impedir que continuara
sangrando un poco más. La habían vuelto a engañar.
Los
días pasaban y ella iba perdiendo las pocas fuerzas que le quedaban.
Anduvo casi una semana hasta que consiguió encontrar un río en el
que beber y lavarse. Comer, comió algunos frutos que conocía, pero
no mucho más. Se quedó allí unos días hasta que recobró fuerzas,
y después volvió a ponerse en marcha. Esa vez no podría recordar
el tiempo que vagó de aquí para allá, pero fue tanto que un día
no pudo más y se desmayó.
Cuando
despertó, estaba en una cama tapada con una cálida manta y con
comida y agua al lado. El cuerpo le dolía horrores, pero eso no
impidió que saliera escopeteada hacia el plato de comida y hasta
llorara de alegría. ¿Cuánto hacía que no comía bien? Mientras
devoraba la comida entró alguien a la habitación. Era una monja, la
madre superiora. Le explicó que la habían encontrado en los
alrededores del convento, llamado de los Cavardianos, y que se
encontraba en Bagarok. Clarissa sabía que no podía dejar pasar
aquella oportunidad y se inventó una historia en la que ella era una
vícitima de un padre terrible que la golpeaba y de un pretendiente
que casi la mata por rechazarla, pero que no recordaba nada desde que
se escapó. Fingió ser la niña buena de antaño y, con falsas
lágrimas, le pidió cobijo. La monja se conmpadeció de ella y
aceptó encantada. Y Clarissa se quedó.
No
obstante, a Clarissa una vida de castidad después de haber probado
el sexo con aquel viajero (que, evidentemente, se repitió en más de
una ocasión cuando estuvieron juntos), no era precisamente lo que la
llamaba. Andando por aquel nuevo lugar descubrió un burdel. Y no
tardó en empezar a escaparse para lo evidente. Durante el día
estaba en el convento, fingiendo ser una novicia más, pero por la
noche, gracias a su habilidad para no hacer ruido ni ser vista, se
escapaba al lupanar y volvía de madrugada, antes del canto del alba.
Y pasaron los años.
Epílogo.
Todos
tenemos secretos. Todos. Y Clarissa, que pasó a llamarse Elisabeth
cuando por fin se convirtió en una monja más del convento, nunca
reveló que mentía al padecer amnesia, que era madre y que su pasado
no era el que había contado. Su pasado estaba enterrado, porque al
final perdió la esperanza de encontrar algún día a su hijo. El
padre era un brujo... podía esperarse cualquier cosa. Sin embargo,
el viajero en el sueño le susurró que necesitaba su vientre pero
porque ella era perfecta, especial. Y ella siempre se ha preguntado,
¿por qué?